jueves, 25 de octubre de 2012

PRESENTACIONES Y COMENTARIOS

 Este comentario hice el 12 de agosto en Ultima Hora JORGE AMADO, un baiano legal Augusto Casola Hablar de Jorge Amado es hablar de esa Bahía de San Salvador que, a través de sus 28 libros, supo exponer ante el mundo para convertirse, él mismo, en el más conocido de los novelistas brasileños del siglo XX pues en nuestro medio y en particular yo, tengo un muy limitado conocimiento de los grandes narradores del Brasil, entre los cuales se encuentran los nombres de Erico Veríssimo y Clarice Lispector. Desde su primera novela País del carnaval (1931), se enciende en las páginas de Amado su visión baiana de la vida, envuelta en la dura lucha del mundo del cacao y el enfrentamiento entre un campesinado oprimido y explotado bajo el poder de los “coroneles” despóticos, siendo él mismo hijo de uno de ellos, João Amado de Faría propietario de una hacienda en Auricídia, municipio de Itabuno, Bahía, donde nació en 10 de agosto de 1912, para luego mudarse con la familia a Ilhéus, donde el escritor pasó su infancia. En sus primeras novelas se puede apreciar al escritor comprometido con el ideario comunista, lo que hizo de él un perseguido que conoció la prisión y el exilio bajo el gobierno de Getulio Vargas, para posteriormente, a su regreso al Brasil, en 1952, se apartó de la política y su bagaje, para dedicarse a la literatura y es, precisamente a partir de la historia de amor que cuenta en Gabriela, clavo y canela (1958), que Jorge Amado ingresa a la gran novela y, sin dejar de lado su pintura social, se abre a una narrativa ambiciosa para describir la vida y el modo de ser de los habitantes de su amada patria chica, Bahía. Pero es con Doña Flor y sus dos maridos donde el escritor alcanza la cumbre de su madurez al describir, no solamente las vicisitudes de la gente que rodea a la respetable doña Flor y su marido, el desvergonzado Vadinho, que vuelve como un fantasma lascivo, burlón y disparatero, para impedir que ella lo olvide, pese a haberse casado en segundas nupcias, con el respetable boticario del lugar, el doctor Teodoro Madureira. Jorge Amado supo describir las costumbres de Bahía con la maestría que evita caer en un costumbrismo tedioso y alcanzó, tanto en Gabriela como en doña Flor, la más rica expresión de su talento, tal vez porque fiel a sí mismo, cumplió con la condición de que el escritor verdadero es el que escribe acerca de los que él vivió. *** *** *** *** Este comentario acerca de "Ese Pedazo de tierra mía" me lo hizo mi amiga poetisa Isabel Victoria Krisch Ese pedazo de tierra mío Augusto Casola Arandurá Editorial Asunción-Paraguay 2010 No debe de haber dolor más grande en el mundo que la pérdida de un hijo. Nada es más injusto, porque no es “Ley de vida”. Los padres son los que deben partir primero. Pero estas cosas suceden, a veces. Y entonces, comienza para los deudos, el duro trámite de continuar la vida con ese desamparo, con ese desgarro a cuestas. Los signos que aparecen a posteriori —siempre dolorosos— se manifiestan de maneras diversas. El silencio, que oculta la no resignación, el enojo con los demás, con Dios, con el prójimo, que se permite vivir, simplemente, o la tristeza enquistada. Todo esto puede llevar a la enfermedad, a la depresión, a la parálisis en la continuidad. Son lenguajes que agudizan el dolor en respuesta a la fatídica realidad “contranatura”. Muchos usan la medicina, la terapia, se refugian en los amigos, en la familia que queda y/o en la profundización de sus creencias espirituales para intentar volver a sonreír. Todo es válido a la hora de apostar por la vida, por la vida con alegría o, aunque sea, con resignación “a pesar de”. Aquel que tiene el don del arte, debe usarlo en su beneficio. Y de seguro, también este instrumento en sus manos será de beneficio para su entorno. Porque a través de él se canalizan las angustias más terribles, los dolores más insuperables; aunque el producto de dicha manifestación sea una pieza translúcida, transparente del quebranto que lleva. Augusto Casola cuenta su pena en este poemario breve: sesenta y cuatro páginas que contienen cuarenta y dos poemas. En ellos expresa con la poesía que nace de la trágica experiencia, los momentos que le sucedieron. Y digo que el poemario es breve, porque siempre será escasa la palabra que intente trasmitir esta clase de dolor. Entre sus “penumbras cómplices” surgen sonidos “de niños en juegos inocentes” que hacen erizar al lector con el oxímoron de su “bullicio mudo”. Y remarca que es recuerdo cuando afirma que son “cosas viejas todas ellas/ (…) “vigentes al día siguiente/ de haberse vuelto silencio”(...) Surgen entre tanto desasosiego (“tras el derrumbe”) los sentimientos más desesperados: la demencia, por ejemplo, que no le permite ver nada bueno a su alrededor: “(…) y de pie entre los escombros un hombre mira/ en su derredor las ruinas/ ¿por qué ha de extrañar que la furia de su grito/ entierre a los dioses/ que honró en su demencia? (…)”. ¿Es loco el que honró a Dios antes o lo es el hombre de hoy que le reprocha a Él este padecimiento? Entonces, siguen la exaltación y el arrebato: “(…) cuando de entre esos escombros (…)/ alce un hombre el puño amenazante/ al infinito/ (…) implorando clemencia a los dioses que no existen (…)”. Sentimientos oscuros, confundidos, perturbados, permiten: “esconder la vergüenza/ que implica morir un poco cada día”, porque no se queda indemne el alma, sino que pervive en desconsuelo, y siente pudor por las lágrimas. Pierde sentido la continuidad del viaje: “qué vale todo/luchar por un mendrugo/ de pan/ por la comida/ (…) y vuelta a estar a solas/ uno consigo (…)”. Y el “mes a mes, el día a día”, que son eternos “pues sin morir mil veces muero”. Se reconoce el poeta en medio de la tragedia que lo azota, convertido en “silencioso abismo de su nombre”. Y revela “el pozo/ que habita ahora/ profundo y tachonado/ de paredes frías/ y musgoso desconsuelo”. El deseo de morir, válido para un padre que perdió el hijo, se lee en el dramatismo de la letra: “Quiero visitar un sitio ajeno/ donde no puedan ya alcanzarme/ los recuerdos/ un solar sin risas ni tristezas/ (…) de paz calmosa/ y de olvido”. Y la sensación de aturdimiento es trasmitida al lector cuando la palabra cobra realismo en el verso descarnado: “ese cuerpo que duerme ya en la nada/ ese cadáver frío que es mi hijo”. No hay nadie que pase sus ojos por este libro que no se conduela, que no vibre, que no se sienta conmovido hasta la lágrima porque este poemario es crudo, real, durísimo. Augusto ha expelido abruptamente su sentir. Lo hace provocando, pero no para provocar. Trasboca su dolor y se provoca a sí mismo. Arroja sobre el papel lo que queda de sí, se muestra en su mayor desnudez, se exhibe como un despojo, como lo que queda después de la catástrofe. Y, tal vez, en algo semejante a su calvario lo manifiesta diciendo: “ese cuerpo en el féretro/ que debió ser mío”. Los escombros, las iras desmedidas hacia el dios o los dioses que lo dejaron “huérfano de hijo”, las culpas por creer que no supo quién era el que se fue, son gritos por “esa dura espina que lo hiere” y que ya nunca lo dejara de herir y que lo hace sentirse una sombra. Sólo una sombra que transita. Con un vocabulario rico, aunque la riqueza caiga por momentos en la desmesura, en la “Hibris” —dirían los griegos—, a veces exageradamente rimado, con versos libres de formatos disímiles y juegos de palabras con raíces semejantes que se divorcian en la desinencia (sin que esto sea, en absoluto, criticable), y con repetición de términos, a veces abusivos, la poesía de Casola no apunta a cuidar su estética esta vez. Sólo importa su fuerza, su caudal verborrágico, su fuego interior, su arrebato y toda la intrínseca revolución del sentir, lo que justifica cualquier forma de escritura. Cualquier dibujo. Cualquier estructura. Porque es lo que siente Casola lo que importa. Lo que trasmite. Nadie prologa, ni hay un escritor amigo que haga la contratapa en este libro. No es necesario. La figura de su hijo en la tapa, y la foto de su nuera, “esa mujer valiente”, a quien dedica (entre otros) este poemario, y de sus pequeñas y hermosas nietas, ya son suficientes. Por demás conmovedoras. De este lado del libro estamos los privilegiados. Si de privilegio se trata no haber pasado por tal cual experiencia. Los que queremos tender nuestro corazón al hombre que ha sufrido, que transita lastimoso. Los amigos. Los que le extendemos la mano, el oído, el hombro. Los que, además, apreciamos y bendecimos que la literatura haya permitido en él, esta sanidad. Con todo mi cariño Isabel Krisch MAESTRÍA ÉPICA EN EL ÚLTIMO POEMARIO DE MARÍA EUGENIA GARARY Augusto Casola Con Hebras de Remembranzas, la poetisa María Eugenia Garay alcanza una cúspide indiscutible dentro del Parnaso femenino del Paraguay. Su obra poética, de por sí extensa y en general de elevado nivel artístico, se supera a sí misma con este poemario son el cual rinde homenaje a los que sufrieron la cruenta cuan despreciable guerra llevada a cabo contra nuestro país entre los años 1865 y 1870, conocida como de la Triple Alianza, donde unieron sus fuerzas la Argentina, el Brasil y el Uruguay, con el objeto simple de desmembrar al Paraguay y como cuervos servirse de sus despojos, como lo dejan bien previsto en el art. 16 del Tratado, que en parte, transcribo: “ (…) queda acordado que los aliados exigirán del gobierno del Paraguay la celebración de tratados definitivos de límites con los respectivos gobiernos sobre las bases siguientes (...). Servirá de límite entre el Brasil y la República del Paraguay (…) del lado de la margen izquierda del Paraguay, el río Apa desde su desembocadura hasta sus fuentes (…) La República Argentina quedará separada del Paraguay por los ríos Paraná y Paraguay, hasta encontrar los linderos del Brasil, siendo éstos del lado de la margen derecha del río Paraguay la Bahía Negra”. A título ilustrativo invito a los lectores a definir los límites propuestos por los hermanos fronterizos. Hebras de Remembranzas se compone de 33 poemas que desenvuelven la grandeza y el horror del holocausto con el recurso de versos mesurados donde no se encuentra un solo rasgo del patrioterismo en el que es fácil caer cuando se enfrenta la épica. Así, en “Conjuros contra el olvido”, nos dice la autora: El viento sur, arrecia serpenteante Entre un negro follaje de demencia Mientras entre un celaje tempestuoso Hilvanado al violeta del crepúsculo Se diluye el presente y la conciencia. El desasosegado rumor de tantas voces acalladas y olvidadas, adquieren vida en estos poemas que nos mueven a meditar acerca de la historia y el presente, envueltos en sus propias circunstancias, aunque muchos pretendieron y pretenden olvidar, como nos dice la autora en “Amargos bastiones”, que: Cruzaron sin dudarlo lo abismos del miedo, Quebraron profecía, acuñaron eclipses, Pactaron con la lluvia, transitaron la aurora, (…) Es de buen augurio que sea una mujer la que canta estos versos, la que siente en su seno quebrantado, el dolor de la patria desbastada, porque fueron las mujeres quienes sostuvieron y transmitieron en sus hijos el fervor cada vez más disperso de una nacionalidad invadida por la malicia de una globalización obtusa y rodeada de enemigos agazapados que esperan siempre el momento oportuno para dar el zarpazo de la infamia. María Eugenia Garay eleva su voz con la resonancia valiente de su sexo y expone sin ambages el valor de ayer, enfrentado a los recovecos de políticos que no ven las enormes miserias que están ante sus ojos sino las migajas de poder del que se sirven. Ella es consciente del “Sideral acorde” Donde la voz de López se alza intacta Y convoca de nuevo a los espectros Que vuelven de la lápida musgosa, De las cruces marchitas, de las ciénagas Del valle de imposibles con el viento. PRESENTACIÓN DE LA REEDICIÓN DE LA NOVELA DE JUAN BAUTISTA RIVAROLA MATTO LA ISLA SIN MAR Cuando en 1991 la Editorial Arandura decidió iniciar su carrera con la edición de la tetralogía a la que se denominó Bandera sobre las tumbas, que contiene cuatro novelas de Juan Bautista Rivarola Matto, El Santo de Guatambú, Diagonal de sangre, Ybyra pora y La isla sin mar, se le auguró el peor de los desenlaces. Veinte años después, la empresa dirigida por Cayetano Quatrocchi y Cecilia Rivarola, no puede ser considerada una aventura descabellada, de esas que le gusta describir al autor de la novela que se presenta hoy, La isla sin mar. Al contrario, la editorial Arandura supo hacer honor a lo que manifestado en ese libro inaugural de dejar “establecida la línea a seguir”: hacer conocer a los escritores paraguayos, sin atenerse a los cánones estáticos habituales en nuestro medio, donde se difunden solamente nombres archiconocidos y se deja de lado a los demás escritores, sea por comodidad, sea por egoísmo, sea por no pertenecer a los círculos áulicos donde se aplauden unos a otros cualquier cosa que hagan. El título del primer libro de la editorial Arandurá, Bandera sobre tumbas, colección se eligió de lo expresado por uno de los personajes de la novela La isla sin mar, que dice: “Este país se está pudriendo hasta los tuétanos. Por eso es alentador encontrar muchachos como Fermín Agüero, que continúan sosteniendo la bandera sobre las tumbas” . Consideré válida esta introducción, porque tanto Juan Bautista Rivarola Matto, fundador de Ediciones NAPA, en 1980, la que llegó a publicar 42 títulos, como Cayetano Quatrocchi, editor de Bandera sobre las tumbas y esta reedición de La isla sin mar, que lleva publicados más de 600 títulos con el sello de su firma editorial, se vistieron, cada uno en su momento, de ideales semejantes a los del hidalgo cervantino y lanza en ristre comenzaron a recorrer los caminos poblados de gigantes y monstruos espantosos a los que supieron enfrentar con valentía en singulares batallas, sin prestar oídos a los consejos prudentes y terrenales de tantos Sancho Panza, cínicos y acomodaticios, que flanquean los senderos del ensueño y son, al decir de Rivarola Matto “sustento y fundamento del despotismo analfabeto que ahora padecemos”. Juan Bautista Rivarola Matto es un gran escritor y fue un hombre valiente, empecinado en imponer cultura en medio de mediocridad complaciente y las argucias de una sociedad pacata como la nuestra, a la que tan bien describe a los largo de las páginas de los personajes de su novela, La isla sin mar. El leerla o releerla, causa la impresión de encontrarse uno, de golpe, en un bosque que desapareció hace tiempo, formado con las figuras fantasmales hoy pero que alentaron illo tempore en nuestro país: seres atónitos perseguidos por el recuerdo de una guerra de aniquilación, como fue la de la Triple Alianza y otra más reciente, la del Chaco, en las cuales los paraguayos defendieron con sus vidas el patrimonio y el honor nacionales. Tampoco puede uno evitar retrotraerse a esos años marcados por el caudillismo y las conspiraciones que fueron sustituidos por la lenta pero inexorable imposición de una voluntad férrea, asentada con los recursos de la astucia, la indulgencia de políticos beneficiarios del régimen y la imposición del miedo, que como una sombra recorría las calles apacibles de Asunción y acabó por envolver a todos en el manto de una indiferencia abúlica, que convirtió los viejos sueños e ideales juveniles en meros recuerdos, superados por la imperiosa realidad del dinero que debía ser obtenido a cualquier precio y en la brevedad posibles. La primera edición de La isla sin mar apareció en 1987 bajo el sello editorial Arte Nuevo. Desarrolla una historia que, sin el recurso del realismo mágico, instrumenta sabiamente las posibilidades ofrecidas por la mágica realidad que compuso y compone la traqueteada vida nacional. En la novela se mezclan y confunden historia con leyenda, mito con religión y filosofía con crudas realidades que develan los secretos de influyentes políticos, idealistas alucinados, mujeres valientes o frívolas, en fin, seres humanos embebidos en un ambiente donde señorea la fuerza bruta e ignorante de asesinos que no se compadecen para nada de las miserias y las crueldades a que someten a sus enemigos, para luego aparecer en sociedad como personas de bien, seguros de su derecho a moverse sin ser reclamados por sus iniquidades, gracias al poder económico alcanzado. Detallista en sus descripciones, destaca con mano firme de pintor impresionista la manera de ser y el aspecto físico de sus personajes “era un hombrecito enteco, de ojos saltones, labios finos siempre torcidos en una mueca de suficiencia y de desprecio […] y aquellos sitios como los que quienes contamos cierta edad tuvimos oportunidad de conocer: “a la izquierda, separada del patio embaldosado por una balaustrada sobre cuyo barandal había tal cantidad de macetas con toda suerte de plantas, que la ocultaba de la vista […]. Bajando por unas gradas […] se encontraban el pozo, el molino de viento, un carruaje en desuso y un galpón que era a la vez establo y caballeriza […]. De ahí en más se extendía un bosque muy bien cuidado. En la primera parte, que abarca aproximadamente unas 50 páginas, presenta a los personajes con el recurso de un juego calidoscópico donde el tiempo confunde los acontecimientos que adquieren fuerza y claridad a medida que avanza el relato el cual se aparta del modelo lineal y entrecruza con insistencia el presente y el pasado en hábil contrapunto con el objetivo de mostrar a las claras que es el transcurso del tiempo el que delinea la manera de ser y de actuar, propias de cada persona. La novela de Juan Bautista Rivarola Matto analiza al paraguayo en sí, a la “paraguayidad”, si se me permite el neologismo, como una isla sin mar, porque sin duda, los paraguayos poseemos la tendencia de crear nuestra circunstancia encerrados ya en nosotros mismos, ya en agrupaciones políticas, deportivas o académicas donde se exige como requisito para pertenecer a ellas una subordinación humillante, una incondicionalidad que nadie debería prometer con el objeto de alcanzar ventajas económicas, lucimiento personal o aún peor, inducir al fanatismo absurdo al que conduce la ignorancia, movida por los colores de banderas sectarias. Por otro lado, es clara la alusión que hace la novela La isla sin mar a la condición mediterránea del Paraguay, situación que tuvo y tiene hasta ahora la infausta situación geográfica de nuestro país, esta isla sin mar, ayer y hoy cercada por tiburones que buscaron y buscan la manera de explotar tal circunstancia, mostrando con su actuar la hipocresía de una fraternidad que ni sienten ni quieren sino para llenarse la boca con las palabras elocuentes de huecos discursos saturados de falsedad. La isla sin mar ofrece hoy, como en el momento de su aparición, la oportunidad de repasar los acontecimientos del pasado a través de la pluma ágil, irónica y descarnada que maneja Juan Bautista Rivarola Matto en su novela, para descubrir, no sin sobresalto, que los mismos mantienen toda su vigencia.

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