miércoles, 6 de marzo de 2013

LA PRINCESA



      Al cerrar tras de sí la enorme puerta de nogal, le acaricia el rostro la brisa  fresca que fluye del paisaje del bosque cautivo en el marco del cuadro y llega hasta sus oídos el gorgoteo incesante del arroyo al correr por el cauce donde acaba la pendiente del valle, alfombrada de florcillas multicolores sobre las que ondulan mariposas en torbellinos de luz.
      Contempló su habitación iluminada por el sol. La luz amortiguada cruza el denso cortinaje del amplio ventanal de molduras trabajadas hasta en sus mínimos detalles por las manos hábiles de los artesanos del reino.
      La Princesa percibe el halo de felicidad de ese mundo donde la metamorfosis creada por ella, da origen al  universo brillante y satisfecho que la rodea y al que alienta con los efluvios de su corazón, creando la incertidumbre extraña de sonido y luz que despierta a la vida a los juguetes, dispersos en desordenado contraste, dentro del ambiente mágico del recinto.
      Ante su presencia de hechicera, tras un breve temblor,  los pequeños seres vuelven a alentar  y se integran al reverbero  vegetal del horizonte, absorto en el tenue navegar de sus nubes.
      Los soldados de plomo desfilan en ordenada sucesión de columnas elegantes. 
      Los tamborileros enloquecen en su felicidad de latón, golpeando en frenético y descompasado ritmo los instrumentos que sostienen en  la  cintura con gruesos cinturones negros que destacan el rojo vivaz de los uniformes.
      Las muñecas, coquetas y frívolas, sentadas en un rincón, vuelven a tomar el hilo de antiguas conversaciones interrumpidas y  el saltimbanqui, todo rojo, verde y oro, evoluciona en temerarias acrobacias creando una red de  arco iris policromos al cruzar el espacio en arriesgada sucesión de pies y manos que van y vienen, cortando, con un silbido, el aire fresco y puro que brota del paisaje del cuadro  ubicado en una de las paredes de la habitación.
      De allí se extiende y cobra vida hacia el bosque pintado, el tornasol de arreboles que huye de un poniente absorto. Los árboles liberan el susurro del viento adherido a sus hojas al sobresaltarse a causa del canturreo del arroyo que se desliza y acaricia los vértices gastados de las rocas y el cantizal del fondo de su lecho.
      Es gracias a ella que el cuarto se amalgama a la magia de ese alucinante calidoscopio de colores, risas y sonidos, para crear el tiempo misterioso de vivir a través de la Princesa.
       Claro que sus padres, el Rey y la Reina, no imaginan la fantástica cosmogonía de esa galaxia secreta. La fascinación acaba ni bien algún extraño accede al recinto, que recupera de inmediato su aspecto deslucido y anodino de realidad. Los profanos ven un dormitorio infantil desordenado y un cuadro desteñido y cursi colgado de la pared.  
      Las otras habitaciones del palacio siempre despertaron miedo en la Princesa. Salones desleídos que parecen esconder la amenaza de extraños sortilegios, desdoblan en una ansiedad opresiva que la hace temblar de pies a cabeza cada vez que cruza frente a sus puertas cerradas.
      La Princesa prestó atención al golpeteo de cascos proveniente de la avenida y supo reconocer el de los caballos blancos, enjaezados en plata, ungidos a la carroza por un rico juego de correaje de cuero resplandeciente, la parafernalia adecuada para los coches destinados a transportar a los príncipes y princesas del reino.
      El traqueteo de las ruedas sobre el pavimento cesó cuando el vehículo se detuvo frente al portón del castillo y fue reemplazado por el taconeo de los botines de la Reina que resonaron urgentes dentro del silencioso corredor que conduce al aposento de la Princesa.
     Sonrió a sus amigos que uno tras otro volvieron a adoptar la máscara de juguetes comunes. Los colores fulgentes del cuadrito se replegaron hasta adquirir el tono opaco que se ofreció a los ojos de la Reina cuando abrió la puerta y tomó una mano de la niña. 
     Atravesaron el largo corredor de paredes oscuras que resudan su humedad añosa de dolor y lágrimas.
      A la entrada del castillo se accede luego de recorrer un extenso sendero - flanqueado de rosales multicolores en constante floración - que va a desembocar ante el enorme portón de hierro labrado. Allí está el carruaje, cuyo delicado diseño causó en la Princesa, como siempre que lo veía, una inexplicable sensación de placer.
      Ella misma no podría asegurar si la impresión era originada por las ruedas con engarces de piedras preciosas, por la nívea blancura de los asientos o por la espléndida sonrisa del joven paje que hace  de conductor y  de quien se sabe  secretamente enamorada.
      El la saludó con una breve pero elocuente inclinación del torso, quitándose el sombrero de plumas con el que tocaba siempre su cabeza rubia.
      Los caballos blancos, empenachados, a duras penas contenían su fogosa inquietud de caminos mientras esperaban entre relinchos y resoplidos golpeando, en breves saltos, sus cascos contra el pavimento, marcando un ritmo que recordaba al de  los alegres bailarines de mazurkas y polkas de las fiestas que eran frecuentes en los salones del Rey.
      Los otros príncipes, los que subieron a lo largo del trayecto, la llamaban a gritos, riendo entre sí y haciendo morisquetas para urgirla a acompañarlos. Ellos también iban cubiertos de esplendorosos vestidos de ricas telas coloridas, el atuendo adecuado a los príncipes y princesas de su edad.
      Giró hacia la Reina que inclinó el altivo porte para recibir un beso y luego, corriendo, la niña se dirigió al carruaje, donde la algarabía crecía por momentos.
      Su madre no pudo evitar el secarse de la mejilla la humedad de la saliva depositada con el beso y lo hizo, como de costumbre, aprovechando la distracción de la Princesa que subía a la carroza.
      Al tiempo que el paje restallaba el látigo sobre las cabezas de los corceles de blancas crines, ricamente adornadas, la Princesa volvió hacia la Reina su rostro, sonriente y mongólico y el viejo ómnibus arrancó, rumbo a la escuela de niños especiales.