La madrugada del día siguiente[12] [13]
La luna
tempranera de las tres de la tarde, moneda incompleta, cuarto
creciente, especie de mancha transparente, extemporánea sobre el cielo
brillante y azul, soplo de viento que agita el verdín y el calor,
enmarcan la hora en la cual Luciano inicia la cochura del chipá, que
alienta en un humo oloroso y blanco, volviendo constantemente la cabeza
hacia el sendero polvoriento, esperando, como hace todas las tardes de
luna tempranera.
-¿No llegó todavía?
-Ya te dije que no
puede, que no va a venir más, contesta su mujer, mientras acomoda en el
canasto, la primera hornada de la tarde.
-Yo sé que va a venir
-insiste Luciano y aspira el sahumerio que brota del horno de adobe y
arcilla colorada- ¡Vos qué sabés! Te digo que va a venir nomás, porque
ayer soñé una cosa rara y seguro que es buen anuncio.
La luna
premonitoria sigue desvaída en el cielo intenso de la tarde cuando
Luciano saca la segunda hornada, tan apetitosa, que apenas puede
resistir el impulso de meter uno de los panecillos en la boca. Lo
detiene la mirada dura de su mujer.
-Hoy vendimos mucho -comenta ella-. El segundo canasto ya se acabó.
Luciano se rasca el cuello, torturado por los mbarigüí: -¡Cómo
pican estos bichos! -exclama- Me parece que va a llover un día de éstos.
La mujer carga el aromático manjar en el canasto grande que trajo
la chica. El bolsillo delantero del delantal abulta en billetes
apelotonados y su cuerpo, ancho y ondulante, se mueve con lento vaivén
de las nalgas, al caminar.
Volviéndose hacia el hombre que sigue
dándose palmadas dice: -No te hagas ilusiones. Hace tres meses que
sigue éste calor y no hay esperanza de que cambie. Mirá nomás cómo está
el cielo... Esos bichos te pican de puro hambrientos.
Luciano ceba el tereré en la guampa ornamentada con sus iniciales.
-A mí me parece que no pasa otra semana sin lluvia. Hay muchas
nubes: el sudor resbala sobre las mejillas del hombre y marca, en su
rostro, una larga cicatriz rosada que se abre paso entre la polvareda
que forma una segunda epidermis sobre su piel, antes de gotear en la
camisa transpirada.- Te estaba contando pues ese sueño raro que tuve -le
dice a su mujer sorbiendo la infusión. Yo no aparecía, pero había un
perro blanco, muerto, que se caía de espaldas en un precipicio.
-Yo no entiendo de sueños -la mujer coloca el canasto sobre la cabeza de
la chica y siente como le crujen los huesos raquíticos-. Esta es la
última tirada -dice-. A ver si vendés pronto porque después quiero que
levantes la ropa, antes que sea de noche.
Luciano deja la guampa
a un lado y queda mirando el camino que sigue la muchacha. El apteraó,
aplastado sobre su cabeza, se confunde con los cabellos desgreñados: -Va
a [14] venir por ahí- señala con el mentón-. Vos no me creés pero yo sé
lo que te digo. Ese sueño que tuve...
-¿Porqué no te levantás y
hacés algo? -responde Gumersinda con voz agria-. No sé lo que te pasa
por ahora. Vos sabés bien que no puede ser -se dirige al rancho
balanceando las nalgas inmensas-. Luciano, dejate de soñar y vení a
tomar cocido o qué, ¿querés? No sé lo que vas a conseguir repitiendo
siempre la misma cantinela.
El hombre levanta la vista hacia el cielo y vuelve a bajarla hasta sus pies descalzos.
-A la pucha que no me dejas en paz...
-Si te dejo, vas a estar todo el día haraganeando en esa silleta y
hay un montón de cosas que hacer. Mirá nomás cómo está la casa. Hace
años que nadie le pinta y el catre ese donde duerme la ñorsa va a caerse
un día de éstos. Tiene todos los tornillos flojos y vos, lo único que
querés, es estar ahí, sin hacer nada.
-Le estoy esperando, nomás -responde Luciano sin abandonar la mirada soñadora.
Quedaron muy lejos, en el horizonte de los recuerdos, los días en
que Luciano iba a los bailes pueblerinos, persiguiendo muchachas y
trabándose en discusiones por asunto de naipes o polleras. Al juntarse
con Gumersinda, dejó todo eso para trabajar en su capuera y en la
producción casi industrial del chipá, que logró alcanzar renombre hasta
en la capital. En esa época, Luciano era incansable.
Construyó
el rancho y, cuando Gumersinda descubrió su estado de gravidez, el
hombre duplicó la actividad de los hornos, contratando gente que lo
ayudara a fabricar y a vender el producto, llegando a enviar cien
tiradas por día, que distribuían las camionetas, provistas de
altoparlantes, anunciadores del sabor.
María Isabel conocía a su
padre por el olor a tabaco, mezclado con el aroma del chipá recién
hecho y por las interminables frases cariñosas pronunciadas con voz
gruesa, en la dulce entonación de su idioma ancestral. A los tres meses
reían juntos, a los seis, ella gateaba entre las piernas de Luciano y
las montañas de chipá, acumuladas en el patio y de las cuales, María
Isabel, probaba algunos trocitos que derretía entre sus encías sin
dientes. Por momentos, Luciano dejaba de amasar, introducir y sacar del
horno los panecillos y se dedicaba a jugar, diciendo cuantas ternuras
pasaban por su cabeza, a las que María Isabel respondía con largas
carcajadas sin dientes, de puro contento, sin entender nada.
El
día de su primer cumpleaños, la casa estaba completa, con olor a pintura
fresca hasta en el patio, donde los árboles lucían un aspecto alegre
después del blanqueo de sus troncos. El pueblo, unas treinta familias,
fue invitado a festejar el acontecimiento, y desde las ocho de la
mañana, el rancho reluciente, se convirtió en el centro del desfile
multicolor de matronas engalanadas y señores que, al influjo de los
aperitivos, convertían sus bocas en torbellino de risas o se dedicaban a
relatar anécdotas gloriosas de los años de guerra, mientras sus mujeres
atendían a los niños, el asado, los chorizos, las morcillas, yendo de
aquí para allá y sirviendo las bebidas que corrían en abundancia. Para
la ocasión, Luciano hizo traer ciento cincuenta docenas de globos en la
variedad más increíble que pudo imaginar y, durante una semana, la
chiquilinada se pasó inflándolos hasta sentir los pulmones
empequeñecidos, la boca seca y las rodillas temblorosas, pero al llegar
el gran día, colgaban del techo, en las ventanas, de los árboles, en
cada rincón de la casa, hasta la carreta y los cuernos de los bueyes se
adornaron con globos inmensos.
Después del chocolate (que
Gumersinda preparó en una olla gigante de cincuenta [15] litros) y las
chipitas con cada una de las letras del nombre de su hija, Luciano y los
demás invitados varones, se sentaron a truquear hasta la noche. Se
encendieron los faroles a querosén y a los sones de la orquesta,
contratada en la capital, bailaron los jóvenes, que no iban a
desperdiciar esa oportunidad que quizás no volvería a repetirse.
Cerca de las tres de la mañana, la nena despertó sobresaltada, con sus
ojos negrísimos atravesando la oscuridad que no comprendía. Bajó de la
cuna, cruzó el pastizal entre las parejas que bailaban, se acercó a
Luciano que no la vio y siguió caminando, hacia el bosque, atraída por
los miles de ruidos, apenas audibles, de los animales nocturnos y el
crujir de la hojarasca, pisada por sus pies helados. Se internó en la
maraña de yuyos y ramazonas fantasmales, en pos del llamado que la
despertó del sueño. Cruzó el arroyo, dejó marcas de unos dedos
pequeñitos en la arena blanca de la orilla y se perdió en la oscuridad
indecisa de la madrugada del día siguiente a su primer cumpleaños.
Se dieron cuenta cuando la mamá fue a ver si la nena estaba mojada
para cambiarle los pañales. Nadie supo decir nada ni la vio. Luciano y
cuantos hombres podían estarse en pie, iniciaron la búsqueda desesperada
de la niña que se internó en la selva, sin importarle los globos, ni la
música, ni la torta de tres pisos, ni su futuro en el rancho junto a
sus padres, ni nada sino el insistente requerimiento del bosque que la
impulsó a mezclarse con la maleza, dejando impreso sus dedos redondos,
en la arena del venero como prueba de esa extraña nostalgia.
Nueve días después, rendidos por la fatiga y Luciano presa de una
angustia desconsolada, volvieron a la casa que aún tenía algunos globos,
desinflados y tristes, colgados de las ramas dormidas de los árboles.
-Ha de volver -exclamó sentándose en la hamaca- una criatura así no
puede irse tan lejos. A lo mejor se quedó dormida dentro de algún
tronco, en el bosque, pero seguro que va a volver...
Gumersinda
limpió la casa, quitó los residuos de la fiesta, salpicó con agua de
balde el piso de ladrillos y salió al patio, respirando a pleno pulmón,
mientras de sus ojos caían lágrimas silenciosas y en la boca, le daban
vueltas y vueltas las palabras que necesitaba decir a gritos, sin hallar
el cauce por donde dejarlas escapar.
-Va a volver uno de estos
días -le contestó Luciano cuando ella quiso saber, después de siete
meses de la desaparición si debía guardar luto por la hija-. Se viste
negro por los muertos y María Isabel no está muerta, así que déjate de
preguntar macanas.
Gumersinda encendió esa noche tres velas a
San Judas Tadeo y rezó un rosario porque fuesen ciertas las
alucinaciones de su marido. Desde aquel día en que fueron a buscar a su
hija sin hallarla, le seguían persiguiendo las lágrimas y dándole
vueltas en la boca las palabras que no podía pronunciar.
Volvieron a preparar chipá, el negocio anduvo bien y Luciano no recordó
más a su hija hasta tres años después, el día de su cumpleaños.
-Hoy cumple cuatro -le dijo a su mujer.
-Cuatro ¿qué?
-María Isabel -respondió Luciano muy serio tenemos que preparar la fiesta.
-Pero si no está.
-Ya sé, pero ha de venir.
-No viene más, Luciano, te digo que no viene más. [16]
El hombre no le dirigió la palabra en todo el día, pese a los
esfuerzos de la mujer, que procuraba reconciliarse con el marido,
uniendo a él su dolor común.
Gumersinda sentía que las viejas
palabras iban a brotar, mezcladas con el aire refulgente del campo
verde, fresco, oloroso. Salir, aunque Luciano se negara obstinado a
reconocer esa realidad, acaso superior a su capacidad de resistencia.
La hora de los mosquitos y el chillido de los grillos tomó a
Luciano sentado en la silleta del patio, frente a los hornos sin humo,
en melancólico trasluz de rojo fuego, que extendía los brazos,
desgarrando el vientre de la selva. Estaba quieto, formando parte del
crepúsculo que huía entre el alboroto desafinado de pájaros invisibles y
los cambiantes matices de una naturaleza triste, con la camisa
desabotonada, flotando en la brisa. Así lo vio su mujer, al acercarse
con un tazón de chocolate que había pedido y le escuchó decir, en voz
baja, las palabras que abrieron ante ella todo el universo de su
desolación, las que durante años anduvieron revolcándose bajo el paladar
de Gumersinda.
-Mi hijita..., mi pobre hijita -al tiempo que de
sus ojos, fijos en alguna lejanía interior, caían dos lágrimas
impregnadas de los reflejos del recuerdo, provenientes de la línea
perdida del arroyo, donde quedaron las formas de unos dedos
pequeñísimos.
Estiró otra silleta y se sentó a su lado, en la
penumbra, bebieron juntos el chocolate, dejando pasar las horas, hasta
que la oscuridad fue completa y sólo una espesa vía láctea de
luciérnagas inquietas, emitía destellos intermitentes al reflejar, sobre
la superficie del campo, el brillo de las estrellas.
Al volver
la chica con el canasto vacío, Gumersinda la esperaba en el mecedor de
mimbre, que se deshacía en chirridos, al arrastrar su cuerpo de matrona,
para delante y hacia atrás, en una sucesión inacabable de vaivenes.
-Aquí te dejo la plata, la señora -dijo.
-Bueno, andá a bañarte ahora antes que haga más fresco.
Luciano se acercó a su mujer sentándose en el otro sillón.
-¿Qué estás pensando? -preguntó.
-Nada ¿y vos?
-Nada.
Permanecieron sin hablar, escuchando a la muchacha sacar el agua
del pozo, el ruido de la roldana, su deslizarse de pies descalzos sobre
la arena del patio, cómo vaciaba el contenido del cubo en la palangana
grande, el chapoteo del líquido, alzado con las manos para mojar el
cuerpo teñido de luna.
Casi podían oír cómo tiritaba al frío
contacto y el deslizarse de la toalla sobre su piel. Se puso los
zapatos, el vestido color ciclamen y fue a sentarse frente al portón.
Recién entonces, la pareja de ancianos, se percató del largo silencio
que los había envuelto en una tenue capa de armiño impalpable. Luciano
encendió un cigarro, aspiró el humo de tabaco fuerte, secado al sol,
recorrió con la vista las paredes del rancho vacío, cada hendidura, cada
recova desconchada y, sin poder soportar por más tiempo el hábito que
pesaba sobre sus años de esperar inútilmente el sueño de la juventud
(1), dijo, dejando gotear las palabras:
-No vino, otra vez..., mañana puede ser.
-Puede ser, Luciano, puede ser -contestó su mujer y permanecieron
silenciosos, mirando la noche, con los ojos tristes y desolados, que en
aquella madrugada, se opacaron para siempre. [17]
Whisky & ice
[18] [19]
Le digo «Delcy» y ella me mira con sus ojos, negros y sin emoción,
fijos en los míos, acostumbrados como están a mirar sin ver, con la
opacidad que se les habrá contagiado del tiempo que lleva trabajando en
esa whiskería -últimamente, si uno analiza bien, se da cuenta que las
denominaciones de las cosas, los lugares, las personas y las actividades
que se desarrollan o ellas desarrollan, han sido rebautizadas, con
nombres más sofisticados y eufemísticos, a los que estábamos
acostumbrados en mi juventud.
Así, a los advenedizos se los
llama consecuentes, a los ursos, financistas. A los ladrones,
estafadores, coimeros y otras alimañas afines, se les confiere la
cualidad de portentos comerciales. A los chiquilines petulantes y mal
educados se les dice conflictuados, a las casas de cita, moteles y a los
quilombos, whiskería. Podría seguir mencionando nuevas designaciones de
las viejas costumbres, usos y sitios, si no fuera porque me resulta
fastidioso dar la impresión de ser un cínico de ingenio, lo que no soy, o
al menos, ingenioso, aclaro, antes de recibir el comentario de algún
avisado observador de los que hay por ahí. Solamente a las reas se les
sigue llamando putas, sin retaceos.
Le llamo «Delcy» y me mira
entre los destellos de las luces estroboscópicas, música beat y jóvenes
in. Yo solía decir antes música moderna, nuevaoleros, etcétera, pero se
quedaba sin entenderme, por eso, cuando dije «Delcy», no me asombró que
me observara de tan lejos, con sus pupilas estáticas en el pestañeo de
las luces, sin dar importancia a lo que oía, ni a la música beat del
casetero, que desliza sus melodías entre los dedos de las parejas que
bordean la pista donde nadie baila, absortas en las caricias
preliminares, matizadas con las risas agudas de las mujeres.
Las
piezas tienen luz roja, filtrada por los agujeros de los ojos y bocas
de las máscaras de isopor que les sirve de pantalla y son toda la
iluminación, cuando uno entra a los tropezones con la silla o la cama
hecha por décima vez y me dice: -Tenés que pagarme antes
-No -respondo- mejor cuando terminemos.
-El patrón quiere que se cobre adelantado.
-Así no quiero. Te voy a dar después.
La música sigue sonando y llega algo diluida hasta nosotros. Ya no
digo «Delcy». La acaricio y desprendo el bretel de su corpiño. Ella ríe,
con esa risa opaca y afectada, de tanto andar en la penumbra.
-¡Si ya me conocés! -exclamo haciéndome el molesto- No sé porqué me pedís que te pague antes.
-El otro día me jodieron
-Aha... [20]
Me acuesto después de haber puesto mis ropas sobre el respaldo de
la silla. Su piel desnuda adquiere la coloración púrpura que vomitan las
máscaras. En el salón siguen las risas, las conversaciones en voz baja y
los dedos que investigan entre las minifaldas, que exhiben muslos y
bragas, teñidas de historias nostálgicas.
Digo «Delcy» pero no
me escucha. Canturrea la melodía que atraviesa las rendijas de la puerta
cerrada tras la cual, está otra habitación con su pareja, la latita de
cerveza medio tibia sobre la mesita de noche, su ropa a un costado sobre
la silla, la mediabombacha y las botas blancas, bajo la cama.
Cierro los ojos sin decir nada pues ya no es Delcy, sino una masa
sudorosa de carne marchita unida a la mía, que desprende, al transpirar,
su olor a jabón y perfume baratos, y me contagia esa languidez de su
mirada sin vida, oscura, inerme a causa de los reflejos rojos que brotan
de dos esquinas de la habitación. Hacemos el amor con rabia -lo digo
así para no resultar chocante- como si cada acción, cada movimiento,
buscara separarnos, con una intensidad en la que nada tienen que ver las
emociones y tratando de lograr lo antes posible ese placer obtuso y
alucinado, proveniente de ésta masturbación de a dos, en la cual, el
último gemido está cuajado del sabor amargo aposentado en nuestra
angustiosa soledad, más vasta y desolada tras esa cópula lasciva, que
culmina en la caricatura grotesca de un orgasmo sin ternura,
condicionado a los reflejos involuntarios de mi cesión.
No digo
más nada. Enciendo dos cigarrillos y dejo uno entre sus labios. Vuelvo a
dar una mirada accidental a las máscaras, que siguen brillando con su
risa fija y repulsiva, al humo que sale de nosotros y se expande en el
ambiente, como extoplasma de nuestros cuerpos y a la palma de mis manos,
en las cuales, olfateo su aroma peculiar, antes de repetir «Delcy», en
un susurro final que permanece colgado de las sombras.
Ella no
habla. Mejor. Prefiero que siga así, de ser posible desde que la saludo
hasta la hora de despedirme. Puede ser que un día me anime a decirle:
-Apagá la luz esa, por favor, no quiero verte -pero tengo miedo a
que me mal interprete y se enoje conmigo. Pero me doy cuenta que
comienza a ponerse inquieta. Va a hablar. Ya se levanta. Tiene las botas
puestas. Saco del bolsillo un billete arrugado que le alcanzo sin abrir
la boca. Yo sigo tendido para verla vestirse con prisa. Arregla sus
cabellos largos.
-Vamos pues afuera -exclama, sin más preámbulos.
-Ya enseguida.
Es poco más de las once y empiezan a llegar otros hombres que, al
encontrar pareja, forman extrañas figuras chinescas en la semioscuridad
de luces estreboscópicas -digo bien, ahora. En un rincón veo a Delcy
tomada del brazo de un tipo corpulento, cuya grasitud excede su cintura y
cuelga siguiendo la circunferencia del vientre, por encima de los
límites del pantalón. Yo tomo otra cerveza, sentado en uno de los
divanes y la veo dirigirse hacia el cuarto que acabamos de abandonar. El
gordo ríe y la abraza, como si quisiera aplastarla, Delcy, ríe.
-No, gracias, salí recién, nomás. Estoy tomando una cerveza nomás.
Parece frustrada cuando vuelve a la pista, con el gordo detrás
suyo, serio y jadeante, observando a su alrededor, como si temiera
encontrarse con algún conocido, tal vez, y enseguida escapa hacia la
calle.
¿Todavía no te fuiste? [21]
-No. Estoy haciendo tiempo.
-¿Querés entrar otra vez?
-No.
-Dame un cigarrillo, entonces.
Va al encuentro de un nuevo cliente. Tiene buena planta y me alegro
por Delcy -echa humo por los agujeros de la nariz y sonríe entre sus
labios pálidos, los ojos negros, negros, clavan la vista atónita en los
chisporroteos de las luces giratorias, las luces negras, las luces
estroboscópicas o como quieran llamarlas mientras continúa la música,
las risas y los ajustes de precio entre Delcy y un caballero muy
elegante de traje y corbata floreada que fuma cigarro, mientras otro
tipo se divierte introduciéndole la mano por debajo de la minifalda y
canturrea, haciéndose el desentendido.
- ¡No pues! -dice Delcy y
se vuelve a medias. El caballero la sigue al cuarto mientras el cargoso
repite su juego con otra de las chicas.
Yo salgo dando paso a
cinco muchachos barullentos que ahora llegan, con olor a alcohol y
despedida de soltero. Salgo y voy, por las calles que me alejan de
Delcy, que debe estar con el elegante, encamados, la corbata sobre la
silla, su pollera sobre la silla, sus olores mezclados, impregnándolo
todo y las botas blancas, bajo la cama. [22] [23]
La hija chica
[24] [25]
Cuando nació nuestra hija chica, vivíamos desde varios años atrás,
en la casona que pertenecía a la familia de Estela, mi mujer. Teníamos
ya cuando eso una hija de tres años y medio.
La casa era de una
arquitectura bien arcaica, con un largo corredor yeré interno que
limitaba el amplio patio central, dando al conjunto la apariencia de
esas construcciones auténticamente coloniales cuyas vigas,
exageradamente grandes y semipodridas, descansaban sobre una hilera de
cariátides de mirada sonámbula, como fantasmas aburridos de tanto
estarse ahí quietos, soportando la presión del techo decrépito, todo
cubierto de moho, tela de araña y humedad.
No habían muchas
piezas desocupadas pues, desde los tiempos del bisabuelo de Estela hasta
la fecha, la situación económica de la familia hizo honor a aquél
célebre aforismo de «abuelo panadero, hijo caballero, nieto pordiosero» y
no sólo eso, ya que en realidad cambiaron mucho los tiempos, desde la
época del bisabuelo al de sus descendientes, tíos y primos de mi esposa,
que, en dos o tres generaciones, no dieron muestras de talento
comercial y uno a veces pensaría que hasta de lucidez. Lo cierto es que
uno a uno fueron refugiándose en el caserón, lo mismo que Estela y yo
cuando nos casamos, y allí cada uno vivía o vivió, en esas piezas su
propia vida, casi sin preocuparse de los demás habitantes del colmenar y
hasta reaccionando con violencia a los muy escasos intentos de
intromisión a las celdas de sus hábitos, por parte de los otros
cenobitas, sea quien fuere el intruso, excepto, tal vez, la tía
Carolina, a quien conocí poco antes de su muerte y me pareció la única
persona normal de la casa.
Cuando yo llegué, quedaban dos piezas
abiertas donde nos ubicamos con Estela y después Elena, nuestra primera
hija. La habitación ocupada por el tío Jerónimo no se abría nunca y se
le dejaba la comida en una banqueta junto a la ventana enrejada de donde
la retiraba -no sé si él o alguna de las ratas que cruzaban de vez en
cuando el patio. Las cinco piezas contiguas estaban cerradas, selladas
con sendos pasadores de hierro, asegurados con candados grandes y
herrumbrados. Estela me explicó que habían sido las habitaciones de
otros tantos miembros de la familia que murieron muchos años atrás y
que, a partir de entonces, no las volvieron a abrir, por orden de la tía
Carolina, siguiendo la costumbre familiar. Ahora bien, la razón que
motivara esa tradición no se me explicó ni yo insistí demasiado en
averiguarla, tal vez porque soy poco curioso por naturaleza, o, acaso,
porque en realidad, todas esas piezas cerradas, con sus pasadores
cubiertos de telarañas, me produjeron siempre un cierto desasosiego que
procuraba esconder, aún cuando no me considero de esas personas
imaginativas a quienes de pronto se le ocurre tener miedo y entonces
crean un miedo para terminar teniendo miedo de su propio miedo. [26]
Pero uno se acostumbra a todo o a casi todo, en realidad, y de a
poco fui identificándome con el ambiente de la casa, y, lo que en un
comienzo considerara excéntrico e irreal, terminó resultándome
rutinario, como los conciertos de mandolín del tío Jerónimo, que, a
veces, los iniciaba a las dos de la madrugada para acabarlos bien
entrando el amanecer.
Cuando nació Elena, nuestra hija mayor y
fue creciendo, quedábamos en la casona nosotros y el tío Jerónimo, a
quien pude ver fugazmente la noche del velorio de su hermana, tía
Carolina. Y fue después de la medianoche, cuando no estaban sino los
parientes más cercanos (a la mayoría de los cuales había visto una sola
vez, el día que nos casamos Estela y yo).
El tío Jerónimo
apareció en la puerta de la pieza de la tía Carolina vestido con un
camisón largo, llevando en una mano el gorro con pompón y en la otra, su
mandolín. Estaba tan pálido como la hermana colocada en el cajón y eran
muy parecidos, ojerosos ambos, la piel pegada a los huesos, los labios
finos, la frente característica de la familia, alta y noble, coronada
por una espesa mata de cabellos blancos que le llegaban hasta el cuello.
Fue sólo un momento, pero los observé primero a él, después a ella y me
corrió un escalofrío, como si se hubiesen repetido las imágenes y
volvieran a ser uno solo. Pero el tío Jerónimo se alejó enseguida y la
impresión de que por algún influjo mágico la muerta y su hermano se
habían unido (sorbiendo el que aún vivía alguna clase de aliento postrer
de la tía Carolina), desapareció y volví a estar en un velorio común y
corriente, solo que no me abandonaba la impresión de que recién después
de irse el tío Jerónimo, la tía Carolina se murió del todo. Un rato
después llegaron, hasta los que permanecíamos acompañando a la difunta,
las pulsaciones del mandolín y quedé dormido.
Al día siguiente
cuando desperté, el féretro se encontraba cerrado y en la sala. Observé
también que la habitación de tía Carolina tenía echado el pasador de
hierro y colocado un candado grande, parecido a los de las otras piezas
cerradas del corredor.
Cuando murió el tío Jerónimo, algo así
como un mes antes del nacimiento de nuestra hija chica, yo no estaba
porque había viajado al interior por un asunto de negocios. Sólo al
volver me enteré del suceso y cuando pregunté, me contestaron que el
mandolín lo llevó un tal Eusebio, un hijo natural que tenía el tío
Jerónimo -me enteré ahí nomás aunque parece que todo el mundo lo
conocía, ¡quién lo hubiera imaginado!- y, por supuesto, la puerta de su
cuarto estaba cerrada, candadeada y ya empezaba a semejarse a las demás.
Como dije antes, uno se acostumbra, a todo, aún a una casa como la
nuestra de la cual se ha de pensar que es medio rara, con todas esas
puertas sin abrir y esas estatuas-columnas y esos ruidos que uno escucha
de vez en cuando, cuando se acomodan los goznes resecos o cae la
llovizna negra del polvillo en que se va transformando el techo, por el
comején, o cuando las ratas roen los muebles que quedaron encerrados en
los cuartos hieráticos o cuando la argamasa reseca de las paredes se
descorcha, agotada de años y agostada por el calor y la humedad. Bueno,
lo cierto es que tanto Elena, como nuestra hija chica, alegraban mucho
la vieja casona y se divertían de lo lindo, haciendo más ruido del que
se habrá escuchado en ella en por lo menos cincuenta años.
Ni a
Estela ni a mí se nos ocurrió abrir nunca las piezas clausuradas, en
parte por parecernos sacrílego romper la tradición y, en parte, porque
con las dos habitaciones que utilizábamos, la cocina y la sala, era
suficiente espacio para nosotros y las niñas, pues si bien teníamos
algunas comodidades como el juego de living y el televisor que le regalé
a [27] Estela en nuestro aniversario pasado, los muebles apenas
disimulaban los inmensos ambientes de casa vieja que, en realidad, eran
demasiado grandes para nuestras escasas pertenencias.
No le dije
nada a Estela, pero volví a sentir el casi olvidado desasosiego de
otras épocas y una constante opresión en el pecho, a medida que iba
creciendo nuestra hija chica, pero no le dije nada y, sin embargo, sabía
que algo raro estaba ocurriendo, pues me daba la impresión de percibir
una respiración profunda desplazándose dentro de las mismas paredes,
agazapada tras las puertas y ventanas clausuradas, como si por entre las
rendijas casi invisibles de suciedad, escapara el aliento áspero y
pastoso de las piezas, tanto tiempo aisladas de la casa y de su vida
cotidiana.
En realidad, al principio yo tampoco me percaté del
cambio, porque después de todo, ella era una criatura como otra
cualquiera, que deja sus zapatos en cualquier lado y se sabía que eran
suyos por la forma que tenían y porque estaban uno aquí y el otro debajo
de la mesita de la sala; o uno aquí frente al sofá y el otro a su lado,
con las medias a medio metro una de la otra y de cada zapato, y cosas
así, que se ven todos los días cuando se tiene una hija chica, y que a
nadie llama la atención porque después de todo, esos desórdenes y
rarezas son propios de las niñas. Y yo creo que ni ella notaba nada,
porque seguía igual que siempre, un poco más llorona de lo que la
paciencia podía soportar, a veces, un poco más cariñosa, cuando quería
algo, o de balde nomás, dejando su muñeca en la sala, el portafolios de
la escuela, en el zaguán, el guardapolvos en la mesa de la cocina y un
cuaderno sobre la tele y la caja de lápices en la heladera, como hizo
una vez y le dije a Estela cuando se enojó, bueno - ¡no es para tanto!
si al fin de cuentas, ella es la hija chica... Me parece que fue Elena,
su hermana mayor, quien lo supo desde el principio, pero no dijo nada,
porque estaría aburrida de que nosotros no la entendiéramos y nos
pusiésemos otra vez a recriminarle con eso de que porqué siempre tenía
que estar en contra de su hermanita o era que no le quería luego y que
era chica y no entendía todavía las cosas. A mí me parece que Elena se
dio cuenta antes que nadie y no dijo nada, por eso.
Pero después
el asunto se volvió más peliagudo. Ya no eran el guardapolvos, los
zapatos y el portafolios los que aparecían y desaparecían por las
habitaciones de uso diario en la casa y Estela empezó a llevarse cada
susto que, al principio, le daba risa pero después ya no tanto, cuando
empezaron a salir muñecas de tres ojos y piernas sin cuerpo recorrían en
cualquier momento del día o de la noche el patio, taconeando con
energía. Pero resultaba todo esto especialmente desagradable por la
noche, porque uno, ya adormilado o durmiendo, a veces, se despertaba con
el lógico sobresalto que corresponde al ver flotando encima de la
cabeza alguna figura informe y alucinada, fosforescente en la oscuridad.
Por supuesto, mi esposa y yo comenzamos a preocuparnos y le preguntamos
a Elena si qué le parecía a ella que estaba ocurriendo en nuestra casa
y, como hace siempre, primero nos miró de arriba y abajo y vuelta
arriba, mientras de la cocina venía flotando una mano que asía el
sandwich, que recién yo había preparado para cenar, y respondió, como la
cosa más natural del mundo: -Tu hija chica está soñando ya otra vez -y
salió al patio perseguida por dos piececitos de cartón pintado que, por
las apariencias, pertenecieron alguna vez a una muñeca despedazada quien
sabe dónde. Llegamos hasta nuestra hija y al despertarse nos dijo que
sí, que estaba soñando precisamente eso. Todas las cosas insólitas
desaparecieron y en la pieza quedó el desorden habitual de ropas y
útiles escolares, que hay siempre [28] esparcidos en las casas, cuando
sobra espacio o cuando se tienen hijas chicas.
Nos fuimos
acostumbrando a ver cosas raras cuando nuestra hija menor dormía y la
mayor se distraía, sin darle importancia a las plantas que surgían de
las patas de las camas o a las cabezas que iban flotando en el aire,
husmeándolo todo y hablando entre sí sin articular sonidos, y parecían
de verdad y por eso fue que se asustó tanto la muchacha nueva, cuando
estaba repasando la sala y encontró un cuerpo sin cabeza sentado en el
sofá y unos brazos gesticulantes en el sillón de al lado. Pero se asustó
tan grande, que tuvimos que pagarle el día entero y encima un taxi,
porque temblaba que ni podía caminar, y eso que tratamos de explicarle
que no había motivos para tener miedo, que era un sueño nomás. Lo cierto
que se fue y después que nos ocurrió lo mismo con otras tres o cuatro
fámulas, decidimos realizar nosotros mismos los quehaceres domésticos,
aunque Elena protestó, diciendo que ella ya otra vez tenía que hacer
cosas por culpa de su hermana y la otra porqué yo voy a tener la culpa y
Elena vos sos la que tenés esos sueños que le asustan a la gente y la
otra yo no tengo la culpa porque mis sueños le asusten a la gente.
Más adelante decidimos no salir más ni recibir a nadie. Ya por
entonces la casa se había transformado en un manicomio y era de locos
vernos a nosotros mismos paseando por el patio, por entre las estatuas
cuyos ojos parecían seguir el movimiento de nuestros cuerpos imaginados,
figuras que de pronto desaparecían tras las puertas cerradas y volvían a
aparecer a nuestro lado o detrás nuestro, cubiertas de un polvillo
gris, que olía a oscuridad y encerrona y que, supusimos, era el vaho
existente dentro de las piezas. A veces nos encontrábamos corriendo de
un lado a otro, buscando Estela mi yo real y yo buscando a la Estela
real, mezclándonos tanto que, al final, no sabíamos si estábamos
hablando entre nosotros o con un sueño de nosotros. Chocábamos con las
imágenes y no se sabía si uno hablaba con sueños o con personas, pues
unos y otras contestaban algo a las preguntas y hasta me conversaba a mí
mismo y, de pronto, debía escapar dando saltos desesperados, huyendo de
las grietas que se abrían de golpe en el suelo o taparme los oídos para
no escuchar el ensordecedor lamento plañidero del mandolín, que sonaba
todo el tiempo, y cada vez peor, porque nuestra hija chica se fue
desinteresando de cualquier otra cosa que no fuera soñado y vivía
durmiendo.
En un momento que estuvo despierta, cuando volvió el
silencio y desaparecieron las figuras que nos venían acosando y la casa
readquirió su aspecto agotado y triste y la vieja y pesada arquitectura
de cariátides el mismo aire de estolidez en sus ojos vacíos, pude
encontrar a Estela y le dije que llamáramos a un médico, pero ya la hija
chica cabeceaba como un borracho, a pesar de los sacudones que le
dábamos, y de sus oídos escaparon, aleteando, un enjambre de luciérnagas
enloquecidas, acosadas por una espesa nube de libélulas que chocaban
entre sí y, todas juntas, luciérnagas y libélulas, tropezaban con
nosotros, queriendo metérsenos en la nariz, en los ojos, en la boca. La
única tranquila seguía siendo Elena que no dejó de mirar la tele dando
de tanto en tanto, uno que otro manotazo para alejar a los insectos.
¡Pero qué pasa! -exclamé asustado. Elena seguía viendo la tele
cuando comenzamos a flotar con todo lo que había en la pieza y, a
nuestro alrededor, las sillas, la mesa, el televisor, al que se asió con
fuerza Elena para no perder un minuto de su programilla favorito y yo,
pataleando cabeza abajo y mi esposa aferrada al velador que también se
pone a volar. Le grito desde una esquina del techo. [29]
-Hay
que despertarle a la hija, hay que despertarle a la hija- demasiado
tarde. Entramos a girar en un remolino que nos acerca a su vórtice y me
veo despedazado en miles de partes repetidas que se mezclan con los
ladrillos de la casa, las tejas del techo, los pisos, las puertas
cerradas, que son arrancadas con violencia, aumentando la furia de la
tempestad e inundando el ambiente con el aliento pútrido de su
encerrona, y, a través de los marcos, desencajados y pálidos, tengo
tiempo de ver los rostros de los tíos y las tías sentados en sus
féretros desteñidos, cubiertos de telaraña y polvillo, observándome un
segundo, ojerosos e impávidos, antes de ser también absorbidos por el
torbellino y ya no sé dónde están las realidades y donde las ilusiones
al divisar, en el fondo del abismo, a mi hija chica que sonríe
dulcemente a sus sueños de los cuales, ahora entiendo, entraremos a
formar parte definitivamente.
P.S.
Ayer pasé por
enfrente de la casa de nuestros vecinos y me pareció raro que la puerta
cancel estuviera cerrada con el pasador de hierro, echado por fuera y un
candado viejo y mohoso. No sabía que hubieran salido de viaje, a pesar
que no les veía más desde hace dos o tres días. [30] [31]
jueves, 25 de octubre de 2012
16:57
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