domingo, 24 de febrero de 2013

PARA MÍ...


Poema de Augusto Casola


PARA MÍ…

una mujer es resumen de dulces agonías
y quebrantado trajinar de días;
es ensoñación, es grata
melancolía.

una mujer, es llanto palpitante y risa,
clamor que anuncia la partida,
burla cruel en añoranza de suspiros y abrazos
perimidos.
una mujer es carne y sangre redimida
medrada en desmedida entrega:
toda pasión hoy, después
olvido.

una mujer es Misterio en sueños concebido,
ella misma invocación extraña, incomprendida,
boca que alienta el beso de la vida
abierta en santo grito
que vierte a raudales alegría
entre sonidos de risas preteridas
tras el estruendo aterrador de sus silencios…
una mujer es quebrantando trajinar de días.

sábado, 9 de febrero de 2013

Génesis

Nos fuimos creando como dioses
enardecidos de sí mismos,
dueños de lo eterno y lo profano,
nos fuimos creando, 
como dioses.

Arcilla inane 
que aprendió a cruzar el cosmos 
de infinitos siderales, 
como dioses.

Peregrinos del sueño y la vigilia; 
por la furia del amor unidos, 
como dioses.

Abismos de soledad, 
enigma de dos mundos
al convertir lo eterno 
en santuario de lo efímero, 
nosotros, 
al crearnos uno al otro, 
como dioses.

(de A VOS, inédito)

sábado, 2 de febrero de 2013

ENTRE LA NOSTALGIA Y LA DECEPCIÓN

(Palabras de Augusto Casola en la presentación del poemario de María Eugenia Garay “MIENTRAS BRILLE LA LUNA” el 14 dic.2010)

El poeta es su obra y hay que buscarlo en ella. Ni su vida pública ni su vida privada, ni su cuerpo material, ni su personalidad, esa máscara de apariencias que exhibe para ser considerada por los demás, es el poeta. Puede ser una gran autoridad o un oscuro empleado, un soberbio señor o un humilde pueblerino, una gran dama o una simple mujer que lucha por ganarse el pan, meros accidentes carentes de importancia porque a diferencia de la prosa, que en cuanto a calidad ofrece una amplia gama de grises entre sus extremos blanco y negro, en poesía solamente existen poemas buenos o poemas malos y se distinguen los unos de los otros a simple visa, sin necesidad de recurrir a la erudición del análisis minucioso de la métrica y su juego de combinaciones numéricas.

Y si el conocimiento de la retórica es imperativo categórico para sustentar la resolución más o menos exquisita de un poema, tampoco la fría aplicación de la preceptiva es capaz de traducirse en obra de arte, si no va acompañada de la emoción que le confiere vida y le transmite ese vigor sutil del que carecen las cosas muertas a que conduce, a veces, el afán de perfección formal y logran tan sólo la aniquilación de un poema, preso en la forma de una belleza fría y marmórea, incapaz de encender las fibras del alma o despertar, en el lector, la emoción de un dolor o una alegría, la quimera del ensueño o la crudeza de una realidad pulsante y desgarradora.

Si la tristeza posee gradaciones, la melancolía, con su reverbero de recuerdos es, probablemente, la que en fugaz centelleo ofrece la posibilidad de un regusto agridulce que escuece el alma sin lastimarla ni hacerla sangrar y le permite arrebujarse en “los amplios corredores donde anidaba el viento (...)”y en la profunda gruta de mis raíces, /la casa con sus blancas balaustradas” (1).

En una dimensión fantástica, la inspiración puede crear la impresión de un connubio entre las almas que frecuentan esos andurriales de la poesía y se alimentan de la misma fuente a la que llegan por caminos tan dispares que el encuentro parecería hasta absurdo, dentro del esquema racional, pero si nos atrevemos a cruzar esos senderos ocultos e iniciáticos que el esoterismo denomina niveles de conciencia, la realidad de la razón se esfumina y queda el universo poético donde no reina la ley de la gravedad.

“Yo canto cuanto siento(...)/(...)cuando la espina del tormento/crece como una lanza de cemento,/ y hace del pensamiento golondrina” (2)

Estos versos, escritos por Luis María Martínez hace casi 50 años, pueden ser parangonados con el espíritu que estalla en los poemas de María Eugenia Garay y cuadran como marco introductorio al poemario que la autora nos entrega hoy.

En “Mientras brille la luna”, la melancolía crece con la espina punzante que atormenta hasta convertir a los pensamientos en golondrinas que hurgan los pasados días de la niñez en busca, si no de una explicación, al menos el justificativo de este transitar que por instantes nos separa más de esa ensoñación sorda de la infancia y con lanza de cemento, antes que invitar, nos obliga a recorrer esos caminos casi olvidados, desde el desolado desierto de la madurez, ya que sólo cuando nos encontramos dentro de ella podemos afirmar: “colecciono esperanzas desgastadas/para poder mentirme de que existe un cielo” (3), que se transforma de golpe en inquietud casi erótica al exclamar:

“Tengo unas ansias locas de perder
mi cuerpo en el abrazo de otro cuerpo.
Llegar hasta tus bordes turbulentos
tantear la oscura aldaba del olvido
y hurtándole el hastío a la distancia
sumergirme de vuelta en tu destino” (4)

Pero esas ansias locas, ese fuego, no van dirigidos al objeto de una pasión carnal sino a
la vieja casona de los abuelos a la que se entrega sin retaceos, al percibir cómo ante ella

“Se abre como un racimo de cristal el tiempo
y al final de la senda se esfumina la ausencia
vuelvo a escuchar: entonces el familiar ladrido de mi perro
estalla en los suburbios del olvido(...)” (5)

María Eugenia Garay divide el poemario en siete partes, de las cuales las 3 primeras dedica a rememorar la casa donde transcurrieron días de su infancia y su primera adolescencia cuando era “(...) La niña que habitaba/entre flores de coco los eneros” (6), o vuelve  “a ser la adolescente de las mágicas siestas, (...) en un día de setiembre que se varó en el tiempo” (7)

Camina sonámbula cuando quiere “desde la agreste hondura del recuerdo/regresar a la casa tan amada/(...)después de hacer añicos vaticinios/hallar por fin, ese jaguar celeste/que desde hace tanto tiempo/se infiltra en nebulosas madrugadas” (8)

Y aquí me detuve al recordar aquel poema del poeta finlandés Elmer Diktonius “El jaguar” donde expresa lo que generalmente los poetas dicen sin decir, tan bien expuesto por él, cuando exclama: “Morder es una obligación mientras el mordisco da vida/rasgar es un deber sagrado mientras hieda lo podrido (...)/Así somos los dos, mi poema y yo: una zarpa./Somos una voluntad los dos, unas fauces, un diente/ (...)una máquina que golpea” (9)

El grupo 4 “De mi boca a tus besos” pareciera ser un intermezzo colorido en que la pluma de la autora se trasforma en pincel y pinta con el recurso de los colores del impresionismo de Manet, Gauguin, Van Gogh o Renoir, que ya no abandona  y donde inicia también una etapa de descreimiento y desencanto que linda con el nihilismo:

“Nos hicieron confiar en los Oráculos,
cuyo lenguaje místico, jamás reconocimos.
Y si por obra de un ensalmo mágico ganábamos de pronto la partida
nuestro premio sería, llegar a trascender
la condición humana, y vencer a la muerte
en contra de certeros vaticinios” (10)

Este nihilismo, ese desencanto, ya no se apartan de los poemas restantes de la poetisa; al contrario, crece la fuerza sin condescendencia del desencanto y concentra su pensamiento en el destino natural al que está condenada cualquier especie y si dudar, alza la voz para aniquilar las quimeras de una fe falaz, inventada para engatusar incautos y expone su absurdo al desnudar el resultado de la oferta: “y al ganarle a los dioses la partida,/en vez de retornar de vuelta al polvo/ a ser ceniza en la herrumbrada niebla,/vivir eternamente, allá en lo ingrávido/de un cielo falsamente prometido” (11)

Ya entre los últimos poemas, “Regreso a Itaca”,  la autora expresa cierta condescendencia hacia el pasado –que de cualquier manera es irreversible, pero con la madurez de los ojos que tras verlo todo, es capaz de comprender y perdonar y,  más que nada, perdonarse tras el largo y tormentoso viaje de ida y vuelta en la búsqueda inútil del tiempo perdido, convertido en reflexión hacia la vida, la cual a pesar de los engaños y desengaños, pareciera una aventura que valió la pena ser vivida. María Eugenia Garay lo manifiesta en estas palabras:

“Hoy regreso a la Isla que me existe por dentro.
Vuelvo de la nostalgia, del amor, del desvelo.
En mi boca hay resabios de pasiones y besos.
Mi piel fue burilada por manos de alfareros.
En resoles de estío me consumió el deseo.
He amado, he sido amada por torrentes de fuego.
Vuelvo de la aventura, de perseguir quimeras,
de robarme la luna y de encender luceros.
Vuelvo desde el dolor, desde las despedidas,
desde la larga ausencia, desde los altos cerros.
Ya no traigo equipaje, porque nada atesoro
y sé que nada existe que no lo herrumbre el tiempo.
Retorno al sitio exacto de donde una vez partí
sin saber que la vida
era tan solo el sueño engañoso de otro sueño.
Ahora, diviso la isla, la irreverente Itaca
de mitos y misterios, que se yergue impertérrita
igual, igual que entonces, en la mitad turquesa
y profunda, del océano.”

Este es un poemario de reminiscencias y sus raíces están asentadas en el caserón que nos cobija y sirve de escenario a la presentación de la obra “Mientras brille la luna”, de la poetisa María Eugenia Garay, que amablemente me solicitó dijera unas palabras con relación a ésta su última creación.  

Notas al pié:
1 Calles empedradas
2 Martínez, Luís María: Arder, es la palabra. Editorial De Luxe, Asunción 1966.
3 Esquivo muro
4 Sed extraña
5 Racimo de cristal
6 Abolición del tiempo
7 Algo de setiembre
8 Jaguar celeste
9 Diktonius Elmer “Crea, creador, Biblioteca Golpe de Dados, Traducción de Francisco J. Uriz, Zaragoza 2003.
10 Cenizas
11 Condición humana
Obs: El poemario fue presentado en el Museo de Arte Sacro, antigua casona a la que se hace referencia en éste libro y, que perteneciera a los abuelos maternos de María Eugenia.

Curriculum Bio - bibliográfico


DATOS PERSONALES

Nombres y apellidos
 Augusto Casola
Fecha de nacimiento,  ciudad
30 de marzo de 1944, Asunción
Domicilio
Rca. de Colombia N° 384
Teléfono
Cel           (0961) 611242 / (0991)719445
e-mail: augusto.casola@gmail.com


OBRAS PUBLICADAS:

El laberinto (novela, 1972. 1er. Premio concurso PEN Club de Paraguay y Cámara Paraguaya del Libro)
27 Silencios (poesía, 1975)
La catedral sumergida (cuentos, 1984)
Tierra de nadie -  ninguém (novela, 2000)
Segundo horror (novela, 2001. 1er. Premio “Roque Gaona 2001”)
Tiempo (poesía, 2002)
Masonería y profanidad (ensayos, 2005)
Firracas y Pandorgas (cuentos, 2006)
El Stradivarius (cuentos, 2009)
Ese pedazo de tierra mío (poesía, 2010)
La masonería esotérica
Cámara de Aprendiz (ensayo, 2011)
Luis María Martínez,                                                          
Obrero de la palabra (ensayo, 2012)

Recuerdos de la Plaza Uruguaya (ensayo, 2012)

Augusto Casola es miembro del PEN Club del Paraguay, entidad que reúne a Poetas, Ensayistas y Narradores, desde 1973. Ocupó los cargos de Tesorero, Secretario General y Presidente (2001-2007). Es además socio fundador de la Sociedad de Escritores del Paraguay (SEP).

Tiene varios cuentos premiados como ser “El padre del luisón” (Cuento. Instituto Nacional del Libro Español, INLE, 1972). Todas las mujeres, Elvira” (Cuento. Mención  Cooperativa Universitaria, 1986), “La princesa” (Cuento. 1er. Premio Cooperativa Universitaria, 1992), “El muerto” (Cuento. 1ª. Mención  del 4° concurso del club Centenario, 1994),  El tercer día (Cuento. 1er. Premio del 13er Concurso del club Centenario, 2007), así como el ensayo El pensamiento de José de San Martín” (Mención en el concurso organizado por el Instituto Sanmartiniano del Paraguay y la Academia de la Historia.1991).

Augusto Casola aparece en varias revistas y antologías nacionales y extranjeras: “Narraciones hispanoamericanas de tradición oral” (España, 1972), El cuento. Revista de Imaginación. (México, 1977), dirigida por el escritor Edmundo Valadés. “Cuentos” (Cooperativa Universitaria, 1986), “Estudios” Revista de cultura dirigida por el poeta Luis María Martínez,Narrativa paraguaya. 1980 -1990 (de Guido Rodríguez Alcalá y María Elena Villagra, 1992), “Poesía paraguaya de ayer y de hoy” y “Narrativa paraguaya de ayer y de hoy”(de Teresa Méndez – Faith, 1ª. y 2ª. Ediciones. (1998, 1999), “Muestra de la Poesía de hoy en el Paraguay” (Fondo Editor de la SEP, 2001), Cuentos paraguayos, 100 años de creación del diario Ultima Hora. 2003, “Antología de la Literatura Paraguaya de Teresa Méndez-Faith, 3ª. Edición. (2004), La poesía social en el Paraguay. Antología, (2006) de Luís María Martínez, así como en los números editados de la “Revista del PEN Club del Paraguay en sus diferentes Épocas y en el Portal preparado por el escritor y crítico español J. V. Peiró Barco, www.cervantesvirtual.com/portal/paraguay, el portal de Edu Pratt, www.portalguarani.com  o en uno nuevo donde hicieron una muy linda reedición virtual de algunas de sus obras: http://www.ellibrototal.com/ltotal.   
 Más recientemente, aparecen obras suyas en Crónicas y ensayos paraguayos de ayer y de hoy, del cual es a la vez prologuista (2009) y Antología del cuento infanto-juvenil (2011), ambas de Teresa Méndez-Faith; Antología Cuentos del Paraguay del Instituto cubano del libro (2010) y en la revista Scriptura de la Facultad de Letras de la Universidad de Lleida, España  (2010)

Jurado

Actuó como jurado de los siguientes premios nacionales:
  • Premio FONDEC, (2002 y 2003).
  • Premio “Dr. Jorge Ritter” 2001 de cuentos, organizado por COOMECIPAR (2001),
  • Premio Municipal, organizado por la Municipalidad de Asunción. 2004.
  • Premio Bienio 2000/2002 y 2002/2004 organizados por el PEN Club del Paraguay y el Instituto Cultural Paraguayo-Alemán (ICPA) “Goethe Zentrum.
  • Premio Promoción 2004, organizado por el PEN Club del Paraguay y la Editorial Arandurã.
  • Premio “Roque Gaona” 2002 y 2004, organizado por Fénix S.A. de Seguros y la  Sociedad de Escritores del Paraguay (SEP).
  • Concurso Narrativa del programa leamos. Biblioteca para todos, 2009, organizado por la empresa British American Tobacco, para los niveles de Educación Escolar Básica (EEB) y Educación Media (EM), en el Departamento Central.

Encuentros, tertulias, lecturas

·        1ª. Feria de Escritores organizado por la ONG  Orbis Tertius y el Centro Cultural de España “Juan de Salazar”. 2001.

·        Panel Narrativa Paraguaya organizada por el Centro Cultural de España “Juan de Salazar” y el Grupo Literario Internacional de Chololó.  2001.

·        Panel para la presentación de la novela “Segundo Horror”, invitado por la Biblioteca Nacional de Buenos Aires. 2002.

·        Lectura de poemas como parte de las actividades organizadas por la Universidad CatólicaNuestra Señora de la Asunción” y el grupo “Generación del 90. 2002.

·        Encuentro de escritores del MERCOSUR, organizado por la Sociedad de Escritores del Paraguay (SEP). Moderador. 2002.

·        Panelista del 23er Simposio Internacional de Literatura, organizado por la Universidad de Wentminster, California y la Embajada Argentina. 2003.

·        Tertulia en Homenaje a Josefina Plá. Centro Cultural de España “Juan de Salazar”. 2003.

·        Diálogo con escritores, organizado por el PEN Club del Paraguay y el Instituto Cultural Paraguayo alemán  “Goethe Zentrum” 2003.

·        Participante de  la tertulia  de poesía ecuatoriana, organizada por la ONG  Orbis Tertius en el ciclo “Vino, chipa y poesía”. 2003.

·        Participante de  la tertulia Pre-textos. IV Edición, organizada por la ONG  Orbis Tertius. 2004.

·        Invitado como representante del PEN Club del Paraguay en el Forum 2004. El poder de la palabra” realizado en Barcelona. 2004.

·        Panelista de la Feria del Libro de Buenos Aires con el Tema: La obra de Gabriel Casaccia a través de sus personajes. 2007.

·        Panelista de la Feria del Libro de Buenos Aires con el Tema: El erotismo en la poesía femenina del Paraguay. 2009.

Talleres


  • Instructor del Taller de Cuento Breve en el Centro Cultural de España Juan de Salazar (CCEJS . 2008).
  • Instructor del Taller de Relato Breve en el Centro Cultural de España Juan de Salazar (CCEJS. 2009).
  • Instructor del módulo Retórica y Poética (preceptiva), de la Escuela de Escritores de la editorial El Lector (2009).
  • Instructor de 2 Talleres de Redacción desarrollados en Itaipú Binacional (2001).
  • Instructor del Taller de Redacción organizado por la editorial El Lector (2009). 

El Stradivarius

De niño, el atractivo principal para ir de visita a lo de la tía Petronila, era ver acuatizar el hidroavión de Aerolíneas Argentinas, en ese raudo deslizar de esquís sobre el agua de la bahía, hasta detener su avance y quedar oscilando sobre las olas de la superficie, en espera de la pequeña lancha que traslada a tierra a los pasajeros, señoras y señores que, en mi opinión de entonces, debería ser gente muy principal para poder darse el lujo de viajar en avión de Buenos Aires a Asunción.

Descienden del avión a la lancha con cuidado, de a uno, con ambas manos apoyadas en la barandilla de la escalera, sin poder evitar el sobresalto causado a veces por el oleaje, muy picado si sopla el viento norte.

Las damas van vestidas en colorido contraste de variados estilos de conjuntos para viaje: una en terciopelo negro y blusa de grueso crêpe de seda blanco y sombrero, otra gasta un trajecito en lanilla beige con blusa y boina marrones, aquella con un traje de chiffon de algodón y un sombrero de ala ancha, la de atrás, falda estrechas en colores claros de lana y que cubren hasta más abajo de las rodillas donde se ensancha en volado. Los caballeros, en cambio, muy sobrios en el vestir, van de traje y corbata, a veces un pañuelo en el bolsillo superior y casi todos cubierta la cabezo con un sombrero de fieltro con el que saludan a familiares y amigos que les esperan en el puerto.

Es de tarde con la brisa vespertina que desde la bahía, anuncia la proximidad del crepúsculo color naranja que acaricia el edificio del club Mbigua y a uno que otro lanchón de cuyas chimeneas escapa el humo espeso de la caldera a leña, en tanto las aves oscilan recostadas contre el alto cielo azul, salpicado de nubes blancas, serenas, semejantes a navíos que quisieran reproducir el todavía agitado trajín de la hora que cruza ante mis ojos distraídos, desde el balcón alto de la casa de la tía, desde donde miro pasar el tiempo.

La puerta cancel que da sobre la calle Montevideo se abre y da acceso a un breve descanso, antes de comenzar a subir las gradas, ya sin interrupción, hasta desembocar en un vestíbulo donde se encuentra un juego de mimbre, con almohadones de fundas floreadas, sobre las que solemos sentarnos a conversar con Plinio, las veces que está de visita en Asunción, porque vive en la Argentina o a mirar el álbum de fotografías, entretenimiento favorito de Ninina, una de mis primas, porque cuando me escucha llegar, Kila, su hermana, huye como de la peste, tal vez, pienso ahora, porque le molestaban las criaturas, como ocurre tantas veces con esas personas feas y sin gracia, como era ella, tan diferente a su hermana Ninina, sonriente y encantadora en su plenitud de mujer bella…¿cuántos años tendría entonces?

 El tiempo estalla con fuerza inusitada cuando apoyo una mano sobre el gastado picaporte de bronce que cede sin dificultad a la presión y hace que la gigantesca puerta de madera, tallada con dibujos similares a racimos de uva, se abra sin ruido para permitir mi acceso a las 45 escalones que conducen a la antesala que precede al gran ambiente y es la pieza principal, donde la tía Petronila guarda la imagen de la Virgen, dentro de un nicho, frente al cual permanece encendida una candela roja.

Es una habitación grande, con muchas sillas de respaldo alto que rodean a la mesa comedor, cubierta con un mantel de ao-poí donde solíamos servirnos la merienda: de cocido hecho con azúcar quemada que cruje y despide un humo espeso y oloroso cuando cae sobre él el carbón al rojo vivo que una de las primas quita de la hornalla.

Las hojas de la puerta vidriera del balcón están recogidas y las persianas entornadas, permiten ver los destellos del sol poniente de otoño, cuyos reflejos centellean sobre el agua de la bahía antes de esconderse del todo para dejar el agua, la calle y las casas, sumidas en el color desaprensivo y ceniciento que adquieren los sitios olvidados cuando se los quiere revivir, como si eso fuera posible y, sin embargo, sin apenas darme cuenta, estoy allí, con mis pantalones cortos y una camisa blanca de mangas largas, porque puede refrescar, dijo mamá, que ahora se aparta de mí y desde donde estoy, apenas percibo el cuchicheo de las señoras en la otra habitación.

Estoy solo frente a la Virgen que no mira nada con sus ojos de yeso, saturados de ternura, se pierden en un paisaje desconocido de beatitud.

El balcón entreabierto me llama con insistencia porque de nuevo tengo 11 años y puedo oler a cocido en la tetera de siempre, al lado de la lecherera y el canastillo de pan, con esas galletas sabrosas que derrito en el cocido con leche para tragarlas luego con fruición y casi sin masticar que la tía Petronila sabe que a mí me gustan.

 La brisa que llega de la bahía es fresca y al cruzar el balcón, mueve el mantel de sobre la mesa de esa enorme sala- comedor, el sitio de la casa más familiar para mí. Da al largo corredor con baranda de hierro y pasamano de madera que hace de perímetro a la profunda área de abajo al que llaman el almacén. Es allí donde se encuentran acopiados los productos que luego viajarán aguas arriba o aguas abajo a partir de la playa Casola, tan conocida para las lanchas de cabotaje comercial que con su chus chus característicos van y vienen los días de entre semana.

 Pese a que no me resulta desconocido, por el corredor no suelo arriesgarme con frecuencia desde aquella vez en que el tío Florencio abrió de golpe la puerta de su pieza, vestido con un largo camisón, todo blanco él, de la cabeza que luce un ponpón, a los pies, calzados en unas chinelas acolchadas, muy gastadas, que dejan ver en parte el dedo gordo del pie y la uña como pezuña que reclama la urgencia de un recorte y me preguntó a los gritos quién era yo y por qué estaba allí y siguió gritando como un energúmeno hasta que vino mamá y le apaciguó explicando que yo era su hijo. Pero el viejo siguió mascullando en contra de la falta de educación que le dan a sus hijos las madres de ahora y otras cosas desatinadas que no entendí.

Claro, esa vez me asusté mucho y volví a la pieza grande - entre sollozos reprimidos, tomado de la mano de mi mamá - de donde sale la tía Petronila que clava una mirada dura en los ojos del tío Florencio quien baja la vista, sumiso y al parecer avergonzado, porque ensaya una sonrisa y sin dirigirse a nadie comenta en son de burla:

 - Parece que medio se asustó el chico éste de Fany - y ríe bajito, con mal disimulado sarcasmo, como suelen hacer los viejos, que de puro viejos ya son medio idos, pensé entonces y enseguida se replegó a su habitación, empujado por la fuerza emanada de los ojos de tía Petronila, que no se apartaron de él hasta que desapareció de la vista.

Después de un rato, cuando ya todo volvió a la normalidad, escuché el sonido inconfundible de un violín. Una escala limpia que aún hoy mantengo viva en la memoria y puedo recordar a voluntad. Exquisita interpretación de un virtuoso, pues sólo un maestro es capaz de hacer vibrar así las rebeldes cuerdas de ese instrumento. Ya fuera de peligro, consolado, dejé de lloriquear y le pregunté a mamá si el que tocaba era el tío Florencio.

 - Vamos a tomar la merienda - exclamó exigente la tía Petronila. Esa fue la única respuesta que obtuvo mi pregunta.

Ya al atardecer, cuando volvíamos a casa subiendo la calle Montevideo para tomar el “Merceditas”, me dijo mamá:

 - Es el Stradivarius del tío Florencio.


 - 2 - 

Este invierno de 1709 resulta especialmente frío aún para la Lombardía - piensa Antonio mientras con pasos sigilosos atraviesa el taller todavía dormido a esa temprana hora de la mañana, la siguiente a la fiesta que de sorpresa le ofrecieron sus hijos – sonríe para sí -. Desean que me sienta mejor, después de todas estas semanas de adustez que no pude controlar…, y no es para menos. Cumplir 65 años es vivir a tiempo prestado, pero ¿quien le quita de la cabeza a Omobono que me va a poder sobornar para que le trasmita el secreto? – ríe por lo bajo, con esa risita aguda y forzada que suelen gastar los ancianos cuando ríen sin ganas, con una mezcla de cinismo, rencor, sarcasmo y avaricia, nunca se sabe si hacia ellos mismos o hacia la vida dentro de la cual, las proporciones de cada uno de sus elementos se confunden, se mezclan y hacen imposible establecer la ecuación que pudiera explicar su razón de ser. - … como si fuera posible… - termina la frase en voz baja, con esa nueva costumbre de hablar solo adquirida tiempo atrás. Una nueva manía del viejo maestro para burla de los aprendices que, en sus horas de ocio y cuando no existe la posibilidad de ser observados por Omobono, lo imitan y se ríen de él. Pese al intenso frío, el sol ya alto, brilla en el límpido cielo de Cremona y se descarga sobre la Piazza frente a la cual están ubicados la casa y el taller de Antonio Stradivarius y sobre el valle, ahora blanco, que desciende en suave pendiente hacia el río Po, escondido en el bosque de arces que se extiende hacia el norte, cuando la primavera, con un frondoso agitar de hojas y que ahora ofrece el triste paisaje de garras artríticas elevadas en inútil plegaria hacia una providencia insensible a su sufrimiento. - Se me parecen – exclama con disgusto y en voz alta, ahora que está seguro de que nadie puede escucharlo -. Elevan sus manos al igual que yo, una plegaria sin esperanza de respuesta. Se detiene sobresaltado porque el sonido de la brisa lo envuelve en el clamor olvidado de una melodía en otro tiempo conocida, que repite su nombre en el susurro inconfundible del lenguaje de las hadas. Él conoce bien esa brisa. Es suspiro y exigencia. Reclamo inconfundible de algo por cumplir, memoria exigente del olvido que regresa, no para rogar o negociar sino a cobrar cuentas morosas. - Estáis cerca del río – le susurra la brisa -, en el mismo sitio donde nos encontramos la primera vez. - Si… - responde Antonio dubitativo, para agregar luego con mayor energía y entusiasmo, como saliendo de un profundo sueño -. Sí, fue casi ¡aquí mismo! La brisa lanza una carcajada inconfundible y le obliga a sostener con una mano el sombrero de alas anchas que se colocó antes de salir, para protegerse del intenso frío de la mañana. Pese a la brisa que rodea a Antonio, puede observar que las pocas hojas adheridas a las ramas de los arces siguen inmóviles, con esa inmovilidad sólo posible en las cosas muertas. - En realidad – dice Antonio tras superar el primer sobresalto que le causó el encuentro -, sin darme cuenta, vine aquí a buscaros. - Lo se – responde el hada -. Por eso vine. Antonio lanza un suspiro que pudiera ser de satisfacción. - Os tuve olvidada mucho tiempo – dice Antonio en tono de disculpa. - Es natural - responde el hada, posada sobre una de las pocas hojas de un arce especialmente fuerte -. Me cansé de llamaros, Antonio. - Sí – acepta el anciano con la cabeza gacha -. No tengo excusas para justificar mi falta de atención para con vos. - Pese a todo cuanto me debéis – insiste el hada con el susurro helado que congela el lóbulo izquierdo de la oreja de Antonio y le hace tiritar a causa del escalofrío que le recorre el cuerpo enjuto y algo encorvado ya por los años que abriga más con el pesado sobretodo de piel que lo cubre. - Quedó tan lejos todo aquello…, corría el año de 1665. Yo era joven, fuerte, ambicioso – murmura cabizbajo - ¿Quién iba a pensar entonces en la necesidad de recurrir de nuevo al hada del bosque?¿Quién iba a pensar que sería un viejo? Desde hace años soy conocido de reyes y emperadores, me carteo con Antonio Vivaldi, con Teleman, con Pergolesi, con Juan Sebastián Bach, son los compositores más renombrados de esta época, soy adulado por intérpretes magníficos y destacados virtuosos por la belleza y calidad del timbre distintivo de los instrumentos que fabrico, por la perfección de sus detalles y las órdenes de trabajo sobrepasan la capacidad de mi taller al que llegan embajada tras embajada de los reyes de toda Europa a encargarme, ¡que digo!, a rogarme la fabricación de piezas musicales. En 1.682 el rey de Inglaterra solicita un quinteto completo, en 1.688 es Carlos II, rey de España, quien hace el reclamo. En 1.690 el Gran Duque de Toscana, Cósme II de Médici por poco viene él mismo a solicitar “de vuestra magnificencia el honor de elaborar para este ducado la importante serie de instrumentos”, me escribe de puño y letra; un poco más tarde el rey de Polonia, Augusto, me encarga para su orquesta, la construcción de doce violines. - Ahora mismo, a duras penas doy a vasto, con mi pequeño taller, para satisfacer el deseo de los poderosos. Superé en mucho a mi maestro Niccolò Amati alguna vez considerado insuperable pero ahora…, ahora todo es diferente. Niccolò está muerto, Hierónymus es mediocre, la famiglia Guarnieri no me llega ni a los tobillos y nadie, nadie en realidad, pretende fabricar un violín mejor a los elaborados por los stradivari – al hablar, Antonio eleva el tono de su voz hasta concluir las últimas frases casi a los gritos. Vuelve a caminar seguido por la brisa insidiosa que sin intención de abandonarlo, lo circunda igual a un moscardón molesto que repite el zumbido exasperante de su escarnio: - ¿Me estáis buscando, maestro? ¿Tenéis algo que solicitar de mí? Hace años, cuando erais apenas un mozalbete vine en vuestra ayuda, pero después de habérosla dado, olvidasteis mi existencia. Qué ingratitud, Antonio. Y qué soberbio os habéis vuelto. - Estuve muy ocupado en trabajar las obras de arte que me entonces me enseñasteis a crear – mira a su alrededor con desconfianza, para estar seguro de que nadie lo pueda oír -. En cada una un poco de tu vida, dijisteis -. La mezcla para hacer la cola, la composición del barniz, con esa pizca de sangre humana, la curvatura casi imperceptible en el diapasón, el mínimo desvío del puente que se aparta apenas del eje del cordal y la secreta relación amorosa entre la voluta, el mango y el alma, esa maravillosa trilogía que asegura la convexidad áurea de la tapa; el todo igual a cualquier otro instrumento y sin embargo, distinto, único…Lo sé, hada, lo sé. Os lo debo todo y sin embargo, actué con ingratitud, pero estoy dispuesto a compensaros con lo que pidáis, pero…, miradme: estoy viejo y achacoso. - Sin embargo, una vez más, vais a pedir algo – y agrega la brisa en un susurro -. Decid pues: ¿qué queréis? - Tengo miedo a la vejez y más miedo, a la muerte. 3 No se si a todos les ha de ocurrir lo mismo a los 40, a los 50, pero al alcanzar los 65 años, por alguna razón que no me explico, pareciera que se necesita volver al pasado, tal vez para recuperar algo de esos túmulos dispersos donde persisten restos de fe e ilusiones, ese mundo de la infancia, de la adolescencia, de la juventud, que repentinamente se descubren agostadas y ausentes, perdidas en un océano de acontecimientos que a lo mucho, no hicieron otra cosa que acumular años, grasa, canas y arrugas y cuya importancia, el verlo así vasto y deshabitado, mueve a escarbar en la realidad yaciente, enterrada con la propia vida que se dejó al transitar su camino. Este es un preámbulo necesario para explicar – o tratar de explicar –, la razón de ser de este relato un tanto traído de los pelos, lo reconozco, pues no es lo que en un principio me propuse narrar. Es algo que me sucede desde hace tiempo y cada vez con mayor frecuencia: pienso en algo que elaboro en la mente y acabo por escribir otra cosa, relacionada a la idea primigenia, es cierto, pero otra cosa. ¿Dónde me quedé…? Ah, sí, claro, hablo de los 65 años como si fueran nada más que 30 o a lo más 40 y sin embargo, sé perfectamente que lo hago para esquivar, una vez más, la responsabilidad de presentar las cosas tal cual ocurrieron o, al menos, a mi me pareció que ocurrieron así, pues las imágenes se confunden y tras un breve resplandor, vuelven de nuevo a esa penumbra de donde no se las puede apartar con facilidad, ese ambiente propio de los fantasmas del pasado que persisten allí para incomodarlo a uno, que tiene ganas de escribir – cosa que tampoco dura mucho, últimamente. Lo cierto es que a medida que se envejece, las cosas pierden su realidad y se transforman en dibujos sin relieve, parecidos a esos con que los niños embadurnan sus cuadernos para crear caricaturas de las casas y surgen puertas, ventanas, techos, chimeneas, humo, nubes, resultado de la imaginación de cada uno de ellos y de su mayor o menor habilidad para el dibujo, fachadas de lo que no existe, meras proyecciones de lo que fue concreto y palpable como la casa de Pepe, la de Pipe, el negocio de los tíos de Carlitos, el árbol de mango en casa de don Ramón, el papá de Rosaurora y hasta el gigantesco vapurú, casi llegando a la esquina de Caballero y Teniente Fariña, al lado de la casa de Papilo y cuya raíz enorme sobresalía de la vereda, a la que mantenía cubierta de frutitas negras que, al ser pisadas, despedían un olor dulzón y empalagoso. Pero alguna vez, Pepe, Pipe, Carlitos, don Ramón, Papilo y yo, vivíamos cada uno con sus padres o encargados, como decían en esos días las notas remitidas desde la escuela, cada uno en su casa, con el perro, con la criadita y todo eso entonces, era real. Normal. No podía ser de otra manera. Con el transcurrir del tiempo, todo se desdibuja para perder su significado y ofrecer el aspecto anodino y desleído de cartones pintados, sin vida, mamarrachos bastardas de nada, porque allí donde están, tampoco hay nada. Hasta los olores familiares carecen de presencia física en el juego perverso de la memoria obnubilada de tiempo. Procura revivir aromas extintos de jazmines y azahares, el olor característico entre espeso y dulzón del agua de la bahía, conformado de aceite, cochura de galleta de la panadería cercana y la catinga penetrante de los changadores que ya no están porque se volvieron sombras y trajinan dentro de uno, vestidos con las ropas fuera de moda y hasta ridículas de entonces, si se las mira con ojos de hoy. Es difícil sacudir esa sensación, empecinada en dar vueltas alrededor de uno. A veces hasta consigue desplazar la realidad de esa edad que uno tiene hoy para dar paso a la desenfrenada tentación de meterse por las grietas que se anuncian en las gruesas rajaduras de casas semi derruidas, hartas de soportar su presencia en esta vida, muy parecidas a esos ancianos encorvados y tenaces que se niegan a soltar el piolín del tiempo que les resta, cada uno asga con sus manos sarmentosas de cadáveres irredentos que ya son aunque sigan implacables poseídos de su mezquindad, de su persistente maldad de siempre, de su codicia, sin ver ni querer ver otra cosa fuera de ese momento que alientan, seguros de estar vivos, seguros de encontrarse de este lado, todavía. A mi me espantan los viejos y las casas viejas porque yo también me interné en el sendero sin retorno que transitan, sólo que desde hace más tiempo y quizás, nada más que quizás, sin ser concientes de la horrorosa inutilidad de su absurdo. 4 - Le tengo miedo a la vejez y más miedo, a la muerte – Antonio se expresa en un tono de voz cortada por la angustia. Cae sobre el valle, de pastos resecos y árboles de ramas agarrotadas de frío, una calma extraña, compuesta de silencios tan breves como pausas de eternidad. Después, el hada vuelve a usar su lenguaje de viento para contestar con ira contenida: - Cuán atrevido os habéis vuelto, Antonio ¿me pedís la inmortalidad? ¿me pedís la vida eterna? - Sí – responde el anciano, enfático y tembloroso -. Os daré lo que me pidáis a cambio – a sus palabras sigue la ráfaga burlona de una carcajada. - ¿Qué puede darme a mí un pedazo de carne que ya huele a muerto? - Algo habrá que queráis. Zumbido. - Cualquier cosa – agrega Antonio con la voz quebrada en un sollozo, mientras estruja entre sí los dedos de sus hermosas manos. - Tal vez – contesta la brisa -, os pueda satisfacer en esa inmortalidad que pretendéis…, pero no sé si será suficiente castigo a vuestra insolencia. - ¿Castigo? Pero ¿qué decís? ¿Castigo la eternidad? Que sandez en vuestra boca. - Avanzad hasta el río congelado. Allí atrapado, veréis un tronco de arce. Tomad de él lo que sea necesario para construir un violín, nada más. Uno sólo. Llevad el material a vuestro taller y fabricad allí, sin ayuda de nadie, sin que nadie os vea, sin que ninguno de vuestros aprendices llegue a tocarlo, un violín. - Sí, sí – exclama extasiado Antonio -. Nadie tocará nada. Yo mismo prepararé la cola y el barniz, recurriré a la gubia, el martillo y el punzón como cuando era aprendiz. Hasta las cuerdas las prepararé yo, solamente yo, tal cual me indicáis. Nadie más participará en la elaboración del instrumento, lo juro por Nuestro Señor. - No blasfeméis, Antonio – responde el espeso zumbido que penetra en sus oídos y le obliga a cubrirlos con ambas manos -. Esto es entre vos y yo. Aún podéis retroceder. - No – exclama Antonio, presa de frenesí -. Quiero la vida eterna. - La tendréis – contesta el hada -, si es vuestro deseo. La tendréis en el instrumento que vais a construir. En él usaréis vuestra propia sangre y dejaréis en la cámara del medio vuestra alma, que desde entonces permanecerá en la eternidad. Un violín mágico que podréis hacer aparecer y desaparecer a voluntad. Podréis elegir a los propietarios quienes al igual que vos, entrarán a formar parte de esa inmortalidad que pretendéis y os acompañarán por siempre. - ¡Cómo! ¿qué clase de eternidad es la que debo compartir con otros? Yo quiero la inmortalidad, no quiero morir. - No seáis necio, Antonio ¿cómo podéis pretender eternidad en la materia? Será vuestra alma, conciente de sí misma y de vuestra locura la que persistirá en el violín encantado. Vuestros elegidos os acompañarán involuntariamente -. Un remolino de carcajadas levanta algunos copos de nieve del suelo - Elegidlos bien, no vayan a martirizaros por tu loca pretensión que también los condena a ellos –. Otro remolino a causa del viento furioso que sopla con intensidad creciente -. Es cuanto puedo ofreceros, Antonio. Adiós. - Esperad – grita Antonio inseguro -. Esperad. La brisa cesa tan sorpresiva cual fue si inicio. 5 Mi parentela, Casola, numerosos tíos y tías, primos y primas de apellidos entrecruzados, nunca pudieron ocultar la peculiaridad de ser, en mi opinión y para usar un eufemismo cariñoso, excéntricos y, hasta donde recuerdo, el tío Ángel, para mí el más centrado de todos, tampoco escapó de esa peculiar manera de ser. Cuando estaban juntos, en los cumpleaños de alguien, primero y en los velorios después, al observarlos con mis ojos niños primero y de adulto después, nunca pude sustraerme de la impresión que me causaba el ver su manera peculiar de mover las cabeza y esa entonación que dan a las frases al hablar, la cual, sin importar el orden de prioridad del apellido Casola, es muy fácil de identificar a los miembros de la familia Casola. La vieja casona de la playa se demolió hace mucho tiempo, después que murieron la tía Petronila y poco después el tío Florencio, ya entonces convertido para mí, adolescente, en un personaje mítico del cual, al escarbar con cuidado vida y milagros, me significó descubrir muchas cosas acerca de él, pero muy pocas relacionadas al hecho de que poseyera un carísimo Stradivarius. Supe que tenía un hijo al que nunca veía, supe que era afecto a la música y ejecutaba varios instrumentos y pese a las invitaciones que recibió en su juventud, nunca se aplicó profesionalmente a la música y solo, encerrado en su cuarto, su arte escurría por debajo de las rendijas de la puerta y la ventada que lo aislaron del mundo. La música ejecutada por él era maravillosa, por un lado debido a su virtuosismo y por otro, a la innegable nobleza del violín al que sabía arrancar conciertos de Vivaldi, Pregolesi, Boccherini, Gretry, Couperin y Mozart, a los que identifiqué a medida que mis conocimientos musicales se volvieron más amplios con el estudio. Pese a mi curiosidad centrada en el tío Florencio, nunca pude mantener con él una conversación razonable, sencillamente porque su negativa a habar con nadie. La última vez que lo vi fue al retirar el viejo piano vertical alemán Augusto Dassel con destino a casa, comprado por papá, cuando consideró que tomaba en serio las lecciones de doña Cándida, la directora del Instituto Chopin y pudiera seguir mis ya avanzados estudios. Recuerdo que entonces el tío vestía su camisón de dormir, incluido el ponpón en la cabeza, pese a ser bien entrada la mañana y les llenó de improperios a los changadores que luchaban contra la empinada escalera, el enorme peso del piano, los gritos destemplados del tío Florencio y los gestos de mamá, que quería apaciguar a los trabajadores, que en un momento casi reaccionaron contra el gratuito agresor. Crecí. Mamá enfermó y murió. La tía Petronila murió en el año 1961 y desde entonces no volví a visitar la vieja casona de la playa Casola, que después del fallecimiento, en circunstancias extrañas del tío Florencio, pasó a manos de los herederos que, para terminar los conflictos habituales cuando hay algo por heredar, acabaron por venderla y algún tiempo después fue demolida para convertir el área en playa de atraque de vapores de cabotaje de poco calado, como fueron siempre los que comerciaban con los Casola. De a poco se olvidó este nombre y se la conoce ahora como playa Montevideo. Nunca supe nada más del Stradivarius del tío Florencio y supuse que como las demás cosas y el propio edificio, pasó a otras manos, para que los herederos dispusieran de dinero, que resulta más convincente que un violín viejo y se puede repartir con mayor facilidad. A veces le abraza a uno la impresión de vivir un tiempo detenido, desenvuelto en la abstracción del retorno al pasado, es cuando se siente capaz de recuperar sonidos e imágenes perdidos en la memoria, con claridad y presencia tal, que se integran al presente y se participa de ellos como observador pasivo e invisible a través esa resquebrajadura, sin capacidad de influir en esas sombras fantasmas. El golpe seco de una puerta que se cierra con una ráfaga de viento, puede ser suficiente para liberar la imaginación desbocada, incontenible, igual a un drogadicto al quien le resulta imposible eludir el delirio que se apodera de él. A veces es divertido, otras, hasta resulta humillante estar ahí, en medio de situaciones cuyos desenlace son  conocidos, porque claro, le ocurrieron a uno en el pasado y sin embargo, al concluir el paseo, no se puede sino permanecer absorto en la melancolía que causan esas proyecciones cuando se adueñan, tan vívidamente de la realidad, que se convierten en la realidad misma. Por otro lado, todos sabemos que los muertos ven la vida deformada y quienes cuando encarnados eran malignos, lo siguen siendo después, con el agravante de creer que aún están vivos y con capacidad de influir en la vida, sin percatarse de su condición vibrátil de recuerdos en donde toda su maldad no es otra cosa sino las ondas que les sobreviven y los muertos son ellos sin serlo quienes encuentran la manera de adueñarse de quienes ocupan su lugar al otro lado del umbral, convencidos de satisfacer ese anhelo persistente que no pueden superar en su condición de almas irredentas ni les va a ser posible superar ahora que están muertos. Se aferran, se aposentan, renuevan su maldad, hieren con saña a los otros sin sentido de mesura, pues al carecer de vida, ya no manejan esas fronteras impuestas por la necesidad de disimular emociones y rencores. Están solos en la soledad de su muerte, libres del equilibrio a que obliga la vida y realizan sin retaceos todo cuanto alguna vez quisieron hacer. Buscan venganza para el dolor padecido, la locura que los manejó, las alucinaciones que tuvieron y hasta para su propia muerte, como otra farsa de la que se apropian solamente para atormentar a los vivos, ajenos a cualquier sentimiento, los muertos son meros idiotas de la nada. En algunos casos, hasta se apoderan de un cuerpo, en otros casos de una conciencia y en más raras ocasiones, los muertos sufren de una metástasis tal, que les permite integrar a su destino a un ser que, por alguna razón, les interesa. La única condición es que esté también muerto. 6   Al principio adjudicaron el encierro del maestro Antonio a una más de esas excentricidades que se apoderaron de él en los últimos años, decían con cierto regocijo no carente de escarnio que sin pasar desapercibido a Omobono, tampoco consideró motivo para recriminar a los obreros del taller ya que él mismo era incapaz de contener la risa ante las ocurrencias del viejo luthier. Sin embargo, después de quince días de encerrado en su habitación de donde echó a su esposa que al no serle permitido dormir en el lecho conyugal, primero se sintió despechada para luego comenzar a preocuparse en serio. Antonio se desentendió por completo de los negocios inmobiliarios y del taller. No comía y al parecer, tampoco dormía, pues ni bien la temprana oscuridad del invierno se espesa, el brillo inconfundible de las candelas tiembla a través de las rendijas de la puerta de su dormitorio sobre el corredor y de la pequeña ventana que da sobre la Piazza San Domenico y cuando la familia, al acabar la jornada se reúne a cenar, calentados por el acogedor fuego del hogar, Antonio continua encerrado en su habitación solo, indiferente al paso del tiempo. Una que vez salió a exigir algunas herramientas del taller y más velas, después de casi ocho días de permanecer en su cautiverio. El aspecto de su marido sobresaltó tanto a donna Antonia como a sus hijos, que en ese momento compartían la cena. Los ojos de Antonio, desorbitados, brillan sin vida rodeados de profundas ojeras. La barba crecida, la ropa sucia y maloliente, el cabello hirsuto le cae sobre la frente y hasta el elegante bigote y la barba que gasta se convirtieron en una maraña de pelos revueltos que transmite a sus facciones, en general nobles y algo taciturnas, el aspecto bárbaro y grotesco de un animal amenazado. - Lo voy a conseguir…,¡eternidad! ¡eternidad! – masculla una y otra vez y cuando lo quisieron detener, se puso tan violento que al final Omobono exclamó: - Déjenlo, nuestro padre debe saber lo que hace –. Antonio tomó lo necesario y volvió a encerrarse en su habitación donde había todo lo necesario para fabricar el violín que de a poco adquiere forma bajo sus bellas manos laboriosas. Usó el trozo de arce para el fondo, los lados, el mástil, la cejilla y el puente, en la tapa abetos y las partes interiores, sauce y preparó sobre la mesa para detalle final, piezas de nácar, marfil y ébano para incrustarlos a los lados, alas clavijas y a la cejilla. - Está casi concluido –. Toma con una mano el violín y lo mira a la luz de un sol que desde el cielo límpido derrama su claridad diáfana, casi olvidada en esos días y por un instante, en un destello fugaz, pareciera ocurrir una transmutación espiritual entre el creador y su obra –. Sólo falta aplicar el barniz – dice a modo de invocación -, mezclado adecuadamente con mi sangre y entonces, por fin, el hada estará obligada a concederme la eternidad. Confío en ella. Cumplió una vez, ahora lo hará también – y enseguida lanza una risotada que hace temblar la casa y sobresalta a sus habitantes con a causa de esa risa que les suena lunática, ajena a este mundo. Se santiguan y al mirar a través de la ventana, notan que el hermoso cielo de un momento atrás, luce plomizo y comienza de nuevo a nevar. Cuando entran al cuarto unos días después, hallan a Antonio agonizante a causa de la pérdida de sangre ocasionada por la profunda herida que se causó al clavar su daga muy cerca del corazón. En el piso, el charco coagulado despide ese olor repelente que les hizo forzar la puerta y envuelve el cuerpo del maestro, sofocado en su respiración agónica. Sobre la mesa descansa un violín casi etéreo en su hermosura, con la inscripción: Antonius Stradivarius cremonensis faciebat anno 1709, resplandeciente a la luz de las candelas, como si la vida del hombre exhausto caído en el suelo, se hubiera traspasado a él. Las llamas tiemblan sobre la suave lámina de barniz que lo cubre. Nunca Omobono había visto algo ni remotamente parecido dentro de la inmensa cantidad de instrumentos musicales creados por su padre. Algo simplemente indescriptible. La perfección de sus líneas, la tensión de las cuerdas, las clavijas, que parecen vibrar pese a estar inmóviles, el conjunto del que emana una energía vital inexplicable, hizo que Omobono fuera incapaz de reprimir por más tiempo la emoción y se echó a llorar a causa del desconsuelo que despierta siempre la conciencia de la perfección. 7 No escuché ningún ruido, pero al llegar a puerta del vestíbulo, los vi a todos sentados a la mesa del comedor: la tía Petronila, el tío Florencio, Kila, el tío Jerónimo, el abuelo Quintín, mi mamá, el tío Ángel y algunas personas más a las que no pude identificar, aunque sin duda son parte de la familia, por estar adherido a ellos los rasgos y gestos que hacen con la cabeza y el murmullo que asciende una octava para enseguida bajar otras dos. También estoy yo, sentado de espaldas al vestíbulo, enfrentado al grupo que me observa con sus ojos encerrados por las grandes ojeras que los contorna y destacan sobre la piel blanca y pálida de sus rostros coronados con cabellos de distinto largor y grado de canosidad, peinados de manera novedosa algunos, como el tío Jerónimo, con el cabello partido en la mitad del cráneo o mamá luciendo el eterno rodete que le identifica en mis recuerdos, la tía Petronila con el pelo estirado hacia atrás, el tío Ángel bien peinado y el bigote recién arreglado, eso era evidente, Kila despeinada. Falta Ninina, que desde luego no puede estar y a la que no veo desde hace añares. La recuerdo con un pícaro flequillo sobre la alta y noble frente bajo cuyas cejas resplandecen sus hermosos ojos negros. Su presencia, por seguir viva, le quitaría al ambiente ese aire de irrealidad desconcertante y sin absurdo, donde los presentes no me miran a mí, el anciano de 65 años que tras subir con gran esfuerzo los escalones de mármol gastados recupera el aliento, sino al niño sentado frente a ellos, que soy yo, también muerto, porque ¿puede haber acaso algo más muerto que un niño de once años contenido dentro de un hombre de 65? El que ni siquiera perciban mi presencia y la atención con que miran al chico me produce tal desasosiego que no sé qué hacer, pues a fuer de sincero, es preciso señalar para dejar claro, todos ellos, los presentes en esa reunión de familia, murieron hace un tiempo enorme. 8 Il prete rosso me dedicó este poeta cuando le hice llegar el violín que construí guiado por mi hada buena – explica Antonio a su cura confesor -. Le pareció maravilloso y lo es… El poema es hermoso y lo aprendí de memoria. Escucha: L'Inverno Aggiacciato tremar trà nevi algenti Al Severo Spirar d' orrido Vento, Correr battendo i piedi ogni momento; E pel Soverchio gel batter i denti; Passar al foco i di quieti e contenti Mentre la pioggia fuor bagna ben cento Caminar Sopra il giaccio, e à passo lento Per timor di cader gersene intenti; Gir forte Sdruzziolar, cader à terra Di nuove ir Sopra 'l giaccio e correr forte Sin ch' il giaccio si rompe, e si disserra; Sentir uscir dalle ferrate porte Sirocco Borea, e tutti i Venti in guerra Quest' é 'l verno, mà tal, che gioia apporte. - Le escribí una carta, excusando la tardanza por entregar el instrumento, mira, aquí está: Cremona 12 Agosto 1708 Os ruego perdonéis el retraso con el violín, ocasionado por el barnizado de los crujidos grandes, que el sol no puede re-abrirlos. Sin embargo, vuestra excelencia recibirá a cambio otro instrumento recién concluido, con su estuche. Siento no poder hacer más para serviros, pero estoy seguro que este violín satisfará vuestras necesidades de precisión y rotundez. Por mi trabajo, por favor enviadme un filippo. Es cierto que vale más, pero para mí, el placer de serviros y el significado de este instrumento hacen que me satisfaga con esa suma que consideraréis irrisoria, como buen conocedor que sois de los violines. Habéis sido muy atento al dedicarme la poesía que me llegó con vuestra última carta y forma parte de Il Cimento dell'Armonia e de l'Inventione. Muy apropiado, si consideramos las circunstancias que dieron origen a este violín que paso a vuestras manos. Si yo puedo hacer algo más por vos, os ruego me lo ordenéis y besando vuestra mano quedo de su Excelencia, su más fiel servidor Antonio Stradivari. 9 El violín semeja un cuerpo yerto, con el arco al costado único brazo extendido y el conjunto, una vida consumida que reposa inerte, al lado del féretro que pronto lo irá a cobijar. Su interior vacío de cuanto que alguna vez fue vida y sonidos. Las clavijas, ojos sin vida, permanecen fijos en el vacío silencioso de su mundo quieto, mudo, sin esperanzas. Las cuerdas se prolongan y crean una pequeña panza inmóvil en el puente, para acabar en la curva sin piernas del cuerpo que albergó tanta melodía. Apenas acabo de deletrear con dificultad la inscripción cuando brota del violín su voz fascinante, robusta, nítida en los tonos agudos tanto como en los medios y en los graves, en obvia superioridad del instrumento sobre esa estática realidad de fantasmas y se desata y gira a mi rededor. Me envuelve el deslumbrante pentagrama en un juego de escalas cromáticas donde las corcheas, las fusas y las semifusas burlan y escapan de la prisión de las 5 líneas, para crear un fraseo tras otro en la sucesión que caracteriza al invierno de “Las cuatro estaciones” de Vivaldi, que nace con un allegro non molto para enseguida convertirse en el lento que precede al allegro final de la pieza magnífica, el cuerpo melodioso del concierto, donde al acompañamiento repetido, quiebra con vehemencia inesperada el acento ingenioso de un fraseo para construir un juego a dos voces reiteradas y sostenidas que aunque siga inmóvil, mana de las cuerdas del Stradivarius del tío Florencio desde la mesa del comedor, alrededor de la cual está sentada la parentela. La música está allí mientras observan al niño sentado frente a ellos y yo los observo a todos, absorto en la inexplicable situación a que me obliga lo insólito de esa puesta en escena sin sentido. Hay un miedo que se acumula arrebujado en las horas que deja vacío el día y crece, canceroso y mortal, dentro de los recovecos de las horas y los silencios de las palabras, detrás de las recovas negras y sombrías que aguardan amenazantes, ocultas en la alegría engañosa de la que nos alimentamos para aplacar el hambre cada vez más urgente del miedo. Desciendo las gradas de mármol gastado a toda prisa, temeroso de ser alcanzado por su desvanecer y acabar consumido por las sombras acumuladas a mi espalda, a las que siento como presencia amenazadora, furiosa a causa del despoje de que son víctima al huir yo con el tesoro escondido en ella pues en pos de él se deshace y desaparece la circunstancia fantástica que abrió ante mí su misterio para cobijarme, con el solo objeto, lo comprendo ahora, de recibir el violín, que encerrado en su estuche, sostengo firme en una mano mientras la otra, trémula, resbala sobre el pasamanos gastado de la baranda de hierro que se desliza del lado opuesto a la pared. 10 Desmenuzo el tiempo transcurrido sin encontrar  nada muy diferente al ayer, pese a que hasta hoy transcurrieron 20 años y en ese ínterin, me informé acerca del instrumento y su creador y, como soy algo obsesivo con las cosas que emprendo, gasté mucho dinero y tiempo en la búsqueda de algún dato que me permitiera, en primer lugar, aprender algo acerca de ese violín tan particular y en segundo y tal vez el más importante, el por qué vino a parar en mis manos. Lo cierto es que fuera de la información científica y conjeturas, no pude por mucho tiempo, descubrir nada esencial o extraordinario. Supe, por ejemplo que en la Mid Sweden University (Mittuniversitetet) de Suecia, un grupo de investigadores utiliza la tecnología moderna para tratar de descubrir los secretos de estos violines, pero con los resultados obtenidos hasta el momento, comenta un artículo, "no es posible reproducir los violines Stradivarius de manera exacta, desde el momento en que la madera con que están hechos es un material vivo con grandes variaciones naturales”, conclusión por demás ingenua, me parece. Por otro lado, me enteré también que los profesores Tinnsten y Carlsson, investigan la posibilidad de copiar los violines Stradivarius con ayuda de la tecnología moderna facilitada por potentes computadoras, para así crear un violín que posea las mismas propiedades acústicas que los Stradivarius. Este trabajo que avanza por etapas, dedica la primera a la realización de cálculos relativos a la parte superior del violín, dicen que "con la ayuda de los métodos de optimización matemáticos más avanzados, podemos determinar qué forma debería tener la parte superior de un violín para lograr las mismas propiedades que un Stradivarius genuino" y agrega el articulista, una opinión personal que para mí es bastante obvia y consiste en que “la razón de por qué no es posible simplemente copiar la forma exacta de esa parte del violín, o todo él por completo, es que no sólo se trata de una cuestión de forma, sino también del material de construcción, madera de un tipo particular, sin olvidar que tiene trescientos años de edad”. En otra oportunidad me enteré que un equipo de científicos estadounidenses “demostró que parte del secreto se esconde en los productos químicos creados por los maestros fabricantes de violines, que en su día trataron a la madera, pues éstos no aparecían en los instrumentos fabricados en Londres o París por sus colegas contemporáneos, ni tampoco en los instrumentos realizados actualmente”. Para poder analizar la composición de los delicados instrumentos, “los científicos del departamento de Bioquímica de la Universidad de Texas utilizaron una resonancia magnética y un espectroscopio de infrarrojos”. Según los investigadores, estas diferencias, motivadas en gran parte por las distintas técnicas de preservación de la madera, fueron las que afectaron a las propiedades acústicas y mecánicas de los instrumentos. Para desvelar el misterio de estos violines y sobre todo, para poder fabricar hoy en día otros exactamente iguales, habrá que conocer mejor la química del proceso. Por lo tanto, la constitución y estabilidad de la madera, dicen, tienen una gran influencia en el sonido del instrumento y de ahí la importancia de analizar todos sus componentes para intentar conseguir una réplica exacta siendo “uno de los misterios de estos violines, su forma de fabricación, puesto que pese a los múltiples intentos a lo largo de los siglos, todavía no se ha conseguido fabricar otro con una acústica exactamente igual”. En medio de esas banalidades, el río de la vida derrubió sin misericordia mis riberas y al final me quedé solo dentro de esta casa vetusta donde vivo, con su revoque de paredes desprendido y el cielorraso que cada tanto abre un boquete y permite observar las telarañas que se formaron entre esos trozos de lona enyesados, sostenidos en sus montantes  de madera deslustrada que alguna vez fueron elegantes y vistosos. Su ruina empieza por uno de los vértices que se desprende y cuelga una punta dejando caer sobre el piso, sobre la mesa, si no sobre mi cabeza, ese montón de tiempo escondido entre el cielorraso y los tirantes, alfajías y tejuelas del techo, en donde uno piensa que sólo debería habitar el aliento de la casa que, como en mi niñez, me vuelve a parecer enorme. Es cierto, quedan los fantasmas. Todas las casas viejas tienen fantasmas. Ninguna puede escapar a ese destino. Los cobija hasta ser demolidas y sobre sus escombros se construyen nuevos edificios y los fantasmas que le son propios, acaban por extinguirse con ellas. Ya no se mudan a la construcción que va encima de los escombros y simplemente, se esfuman en la nada a la que pertenecen. Hay ciento de pruebas y casos diseminados en historias y relatos, cuentos y novelas, que certifican lo que acabo de afirmar y nadie con una pizca de sensibilidad, escapa a la extraña sensación que se apodera de uno ni bien traspasa el umbral de las casas encantadas, entre cuyas paredes la comedia humana tuvo oportunidad de desenvolverse en los variados matices que le caracterizan, siendo el más destacado de ellos el que se mantiene como dueño y patrón de los demás, que a veces se ocultan en sus recovas, sigilosas, otras, aprovechan ciertas coyunturas de la vida presente para ocupar provisoriamente el centro de importancia que en realidad no le es propio, porque el patrón domina todas las circunstancias, sólo que a veces, debido a las vibraciones que se adueñan de la casa, le obligan a apartarse, a ocultarse en realidad, pues el presente puede ser dañino a su condición. Con Antonio alcanzamos cierto grado de afinidad difícil de explicar. Cada vez nos escribimos con mayor frecuencia, tal vez porque a medida que uno envejece se parece más y más a cualquier otro viejo de cualquier otra época. Supongo que esta correspondencia epistolar irá a valer algo y servirá para explicar tanto su angustia como la de quienes la compartimos con él y es probable que mis descendientes, hartos de verme estar, de verme morir de a poco, sin entusiasmo, al final exclamen con satisfacción: - Pero, ¡mirá lo que se tenía guardado el abuelo! El Stradivarius y estos papeles viejos ¡valen oro!, porque si no lo llegan a valer, estoy seguro de que van a recibir el mismo tratamiento que los otros que guardé con cariño durante tantos años, debido a mi esperanza de alguna vez ser recordado como escritor. Estoy seguro que los harán desaparecer, pues ¿a quién le sirve un archivo maloliente una vez muerto el viejo maniático que lo cobijó? 11 El duelo sale ceremonioso de la casa después que la noche hubo caído y tras la lectura de unas palabras de elogio al difunto enviadas por su antiguo amigo, el prete rosso. El texto lo ataron con cinta negra, para ser enseguida colocado dentro del ataúd, entre los dedos rígidos del muerto. El cortejo, con los acompañantes vestidos de negro, forma dos filas donde los primeros de cada una de ellas portan sendas hachas fúnebres y farolitos blancos de papel para resguardar del viento la llama de las velas. El féretro va sobre una mesa cubierta con un largo terciopelo negro tachonado con estrellas doradas y plateadas, que cubre a los peones que la portan. Caminan sin prisa en dirección a la iglesia en cuyo patio se encuentra el cementerio y cada esquina es una estación donde el sacerdote ora, coreado por el séquito. Los pocos transeúntes saludan el paso del féretro descubriéndose los hombres, persignándose las mujeres. El cementerio está a la vista y oigo el tañer de las campanas que doblan a difunto. Despierto asustado. Miro a mi alrededor con la respiración agitada, hasta cerciorarme que estoy en mi pieza y en mi cama . Enciendo el velador y me tranquilizo del todo. El violín descansa en su sitio. No soy aficionado a él, prefiero el piano, pues me resulta un instrumento musical más sobrio y tolerante, menos dado a quisquillosidades y aullidos histéricos al menor error del ejecutante, pero ya que me fue dado, lo guardo sin cariño pero con respeto. Temeroso de su despertar, lo acaricio cada noche con dedos lánguidos y percibo la frialdad del cuerpo desnudo que descansa, ya no en el viejo estuche, sino sobre el suave terciopelo del féretro, que guardo en mi dormitorio junto al ropero de espejo biselado que heredé de mamá, desde que lo compré para mi uso personal, hace ya varios años, del remate que hizo una funeraria en quiebra y que ocuparé, en reemplazo del violín, cuando después de muerto, me integre al Stradivrius, donde me esperan todos aquellos a los que Antonio, por algún motivo, consideró compañía interesante para compartir su eternidad.   EL INVIERNO Tremor helado entre las nieves frías al soplido duro del horrible viento, preciso es mover los pies cada momento castañeo de dientes en la boca mía. Ante el hogar alegre los quietos días Sin importar la lluvia que baña a ciento; andar sobre hielo a paso lento por miedo a consumir las energías. Correr y resbalar y caer a tierra, y de nuevo sobre el hielo ir a zancadas hasta que reacio ceda a la porfía. aullando tras las puertas bien cerradas Es invierno pero da tanta alegría. (Traducción libre) EL MUERTO Al abrir la puerta y verlo, supe que estaba muerto. El ave, grande y silenciosa, envuelta en su soledad profunda, me recibió posada a un costado del cuerpo. Fue entonces, al desplegar sus alas, cuando comenzaron a fluir las imágenes y los recuerdos en la monótona cadencia reiterada de ir hasta el final para volver a comenzar de nuevo. Se agolparon las emociones. Se mezclaron las imágenes y acabó por extinguirse la conciencia de alegrías y tristezas, de sueños y esperanzas. Sólo persiste el miedo. No es fácil ver muerto a quien pocas horas atrás se trató con familiaridad y aceptar que cuanto constituyó una vida, acabe convertido en ese cuerpo, casi obsceno en su indefensión y alrededor del cual se presiente, invisible, la fuerza desesperada y tenaz que durante tanto tiempo lo mantuvo vivo. Yacía atravesado en la cama, dueño de esa quietud irremediable que sólo alcanzan los muertos. Los pies apoyados en el suelo – uno descalzo, el otro dentro de la pantufla - y el torso sobre del viejo colchón, cubierto a medias con la camisa que ya tenía puesta el día anterior.Lo miré incrédulo y dije “a la pinta... ¡te moriste! “, como si creyera que eso fuera imposible. Después lo toqué para acomodarlo. En partes estaba frío, tibio en otras. “Se sigue muriendo”, pensé.Cae la noche y estamos solos, el muerto en la cama y yo.Pero el miedo vino después, cuando al día siguiente volví a casa para retirar algo y me recibieron los escombros del tiempo guardados en pequeñas bolsas de basura llenas de las hojas y ramas secas que no pudo sacar a la calle porque las hojas secas, la suciedad y el viento norte lo superaron en tenacidad y fuerzas.Para entonces, el silencio ya estructuró el manto que lo reduce todo a una leve vibración indefinible dentro de esa ausencia sin calafateo por donde escapan breves suspiros, destellos de voces, murmullos agitados por la brisa suave del atardecer, como cuando el viento ensaya su tenue silbo de frescor tras la jornada calurosa. La habitación adquirió presencia como pared y techo para crear la extraña sensación de ser ella - esa argamasa antigua - la que sorbe y desgasta el esfuerzo del organismo aferrado a la vida. Echó una ojeada a su alrededor: la vieja mesa del comedor con el plato del almuerzo sin tocar, donde un pedazo de carne y una lechuga lucen marchitos. En desorden, las pocas sillas destartaladas que restan del juego de comedor familiar. La cama en un extremo y él ausente, sentado en uno de sus largueros. La oscuridad se coló por las rendijas con la brisa del viento este de la tarde y el aroma a jazmines impregnó la habitación.Por mucho tiempo, en las noches de luna llena, se encendía en el patio el jazminero, motivo a la vez de preocupación y orgullo para él. Pero ya no existe. Es sólo un reflejo del aliento de sombras que vuelven de un pasado perplejo donde las cosas y el tiempo poseían sentido y tenían valor.Es la hora que aprovecha la tarde para desperezarse en jirones que adhieren la penumbra a las paredes y se apodera de ellas para crear islotes de luz con lo que resta del sol que agoniza de a poco en otra noche.En un recurso extremo se obligó a permanecer sentado aunque el puño ya se le metió en el pecho y le impulsa a avanzar hacia la nube honda y vacilante que flota frente a él.Escucha palabras, frases aisladas que no pueden estar allí. Susurros muy antiguos. “Los recuerdos son como mariposas”, dice, “giran y giran en redondo sin ir a ningún lado”. El muerto, tendido en la cama, semeja un recuerdo perdido, un breve sin sentido en el contraste entre el sosiego de su presencia, el bullicio amortiguado de la calle y el parloteo que proviene de la casa de al lado, flotando todo en el aire estancado del patio.Abrí la puerta y prendí la luz, porque ya todo está a oscuras. Vi las sábanas arrugadas y en desorden. Sin saber cómo, me sumergí en un tormentoso océano de memorias que rompen desapacibles contra mi frente.Observo al muerto que parece burlarse de mi al mostrar la placidez extraña que siempre adquieren los rostros cuando termina de abandonarles la vida. Me senté a su lado y admiré la tranquila expresión de sus facciones y pudimos departir como viejos camaradas, como casi nunca fue posible mientras estaba vivo. Lo acomodé en la cama, prendí un cigarrillo de los que quedaban sobre la mesa y sin decidirme a nada comencé a fumar, pensando, imaginando, tratando de controlar los tumbos del corazón que parecía querer salirse del pecho. Los trámites siguieron a esa comunión inicial. Vino la gente, la funeraria, los parientes, el velorio, todo el ceremonial al que deben someterse los muertos antes de ser enterrados.Ya en el féretro, el muerto adquiere esa melancolía opaca que se apodera de uno tras terminar la lectura de un libro. En la casa cerrada, en cambio, persiste con intensidad, la fuerza de su presencia. Él está allí, en las paredes de la habitación, en las bolsas de la hojarasca, en la brisa de la hora, en las isletas de sol sobre el revoque de las paredes desteñidas y desconchadas, en la humedad de sus esquinas, en las vibraciones del silencio cruzado por murmullos, en la agitación de las ramas del jazmín.Hasta es posible aspirar su antiguo aroma y escuchar - como requiebros de tiempo - pisadas, risa de niños, el ladrido de la mascota juguetona, el trajinar de la siesta...  El que todo siga igual, el llanto bajito y triste abismado en algún lugar y las voces fantasmas que recorren las piezas de la casa vacía, fueron la causa de mi miedo, ese miedo ubicuo que nace en la convergencia de olvidos y recuerdos, de hechos ocurridos e imaginados que me obligaron a permanecer en el patio, con una mano apoyada en el picaporte de la puerta que da a la pieza donde el muerto ya no puede estar, porque se lo enterró la tarde anterior.Sin embargo, al encontrarme una vez más solo, como cuando lo descubrí, tumbado en la cama con los pies apoyados en el suelo – uno descalzo, el otro dentro de la pantufla - y el torso sobre del viejo colchón, cubierto a medias con la camisa que ya tenía puesta el día anterior, se apoderó de mí ese escalofrío premonitorio, irracional, la caricia helada que impulsa a correr luego de lanzar un aullido de terror, la urgencia de hacer algo por destruir la telaraña insidiosa que cierra sin contemplaciones toda posibilidad a la huida. Me armé de valor y abrí la puerta. El muerto seguía allí.Lo miré con atención, con la desagradable sensación de estar en presencia de algo conocido, ante la repetición de la imagen de un sueño preservado en la retina con la memoria del despertar.El ave, grande y silenciosa, levantó vuelo y quedamos el muerto y yo, sin comprender el contrasentido de ese juego de espejos, el inclemente agolparse de la memoria que una vez más, me embriaga en su alocada procesión de reflejos y sonidos mientras el hálito helado sube y congela sin prisas el cuerpo muerto y el silencio estructura un manto de niebla que reduce todo a una leve vibración persistente dentro de esa ausencia sin calafateo que cubre la luz en tanto la pieza de mi casa observa desde sus paredes atónitas.Agobiado por tantas imágenes, me senté a su lado. Eso originó mi miedo cuando llegué de vuelta a casa y me detuve frente a la puerta de la habitación hasta armarme de valor. Entré. Al abrir la puerta y verlo, supe que estaba muerto. El ave, grande y silenciosa, envuelta en su soledad profunda, me recibió posada a un costado del cuerpo. Fue entonces, al desplegar sus alas, cuando comenzaron a fluir las imágenes y los recuerdos en la monótona cadencia reiterada de ir hasta el final para volver a comenzar de nuevo.