martes, 30 de octubre de 2012

Inscripciones abiertas para el Taller literario "Cuentos de miedo"


El curso será dirigido por el poeta y narrador, Augusto Casola, en modalidad b-learning (a distancia con recursos de Internet y en reuniones plenarias para socializar y compartir las obras realizadas)

Contactos al (0961) 611-242
E-mail: augusto.casola@gmail.com

jueves, 25 de octubre de 2012

Acerca de la masonería

Pongo el Índice y las Palabras preliminares de mi último libro La masonería esotérica, Cámara de Aprendiz y les invito a quienes tengan interés a contactar conmigo en el email: augusto.casola@gmail.com ÍNDICE El que llama a la puerta El cuarto de reflexión Ciego y desnudo Los tres viajes Las dos columnas El mandil Las apariencias y lo que ocultan El tiempo y la responsabilidad Pasos Perdidos Ingreso a la logia La ubicación de los miembros del taller Apertura de los trabajos Encendido de las candelas A la orden de aprendiz La circulación de los sacos La palabra en bien general de la Orden y en particular del taller 2 La orden y la obediencia La instrucción en el grado de aprendiz El secreto masónico La justicia masónica Poder masónico y poder profano Creer, saber La regularidad masónica La interpretación esotérica desde diferentes puntos de vista 3 La memoria de la historia Algunos detalles de interés general para el aprendiz La masonería y su entorno, hoy Bibliografía   Palabras preliminares Los aprendices son el metal más valiosos que posee la Orden y, al mismo tiempo, los más descuidados, porque en lugar de aprovechar ese estado de inocencia en que se encuentran, de la que es parte la desorientación natural propia del que comienza a participar de un grupo de gentes donde la mayoría le son desconocidas, los MM:. suelen hacer alarde de falta de compostura y hasta de falta de consideración, ya no en lo que se refiere a la masonería, sino en todo orden de cosas, actuando como si el aprendiz, por serlo , es un ser inferior, un soldado a disposición, en especial si es joven, porque tienen buen cuidado en actuar de otra manera con los ricos y poderosos que ingresan a la Orden. Al acceder los profanos a la Institución, no están conscientes de que existen desacuerdos internos, enfrentamientos más o menos encubiertos que se les evidencia a los aprendices con el transcurso del tiempo cuando ya se integran más a su logia en particular y a la institución en general. Y los motivos de desentendimiento, eso lo descubren enseguida, se refieren a temas profanos, que nada tienen que ver con la masonería. Si la Gran Logia es un cuerpo administrativo, el Gran Maestro que lo preside no es más importante que un aprendiz cualquiera, con sus ideas y su opinión y más igual aún a cualquier maestro, más o menos instruido, más o menos estudioso, que por ser un hombre libre, tiene derecho a opinar en público o en privado, ¿con qué derecho, pregunto, se le pueden poner límites o negarles la oportunidad de expresar sus opiniones, solamente porque el cuerpo administrativo considera que no puede hacerlo sin una autorización especial? Ningún cuerpo administrativo posee la autoridad de obligar, ni a los HH:. ni a las logias, a cumplir disposiciones arbitrarias, innovaciones caprichosas que no agregan ni quitan nada - ni pueden hacerlo - a la riqueza del simbolismo, ornamentos estériles, que pueden impactar un poco por su novedad, pero no pasan de allí. Nuestra Orden cayó hace tiempo en el error de muchos Orientes de perderse en nimiedades, habiendo tantas cuestiones de fondo que tratar. El Ritual de cada grado contiene una gran riqueza oculta en sus formas y ofrecen a los HH:. la posibilidad de, a través de ellos, alcanzar un mayor nivel de auto realización, ya que este es el objetivo final de la masonería. No es el mero acceso al templo y al cumplimiento más o menos ajustada de los pasos del ballet que impone su liturgia. El Ritual es vivencia masónica, es docencia masónica, es posibilidad de sabiduría entregada en forma tal que no puede ser interpretada y utilizada sino por quienes se encuentran a cubierto interior y exteriormente de la indiscreción de los profanos. Asistimos a un derrumbe de valores éticos y permanecemos como si nada ocurriera a nuestro alrededor. Somos testigos de la desvergüenza generalizada, somos responsables de estafa moral - como es el sistema educativo vigente -, hacia una juventud de la cual nos decimos responsables, somos artífices de la palinodia lucrativa y la más descarada hipocresía se destaca en todo el accionar de la vida diaria. Ante ello me pregunto: nuestra Institución, la Masonería, que debería caracterizarse por ser un faro en medio de la tempestad desatada a su alrededor ¿cumple un papel relevante para orientar y guiar a quienes se hallan perdidos y confusos? ¿Se preocupa por formar, a través de sus miembros, los hombres adecuados que en la vida profana se desempeñan en los más diversos menesteres? ¿procura la masonería tomar el estandarte que le corresponde y avanzar con valentía hacia la luz? Porque esa sí es una obligación que le compete a la masonería; a ello habría de obligar con el austero rigor de su fuerza, imponiendo a los HH:. la toma de consciencia para afrontar, cada uno de ellos, su responsabilidad de ser mejores, porque fueron admitidos a acceder a nuestros Augustos Misterios. Lo único a que puede obligar la masonería a sus miembros, es rendir cuenta de sus actos, justificar sus yerros, demostrar que la putrefacción es sólo aparente y que tras de ella sigue brillando la luz. Quiero señalar, QQ:.HH:., que estas reflexiones que siguen surgieron espontáneamente del contraste que encuentro entre las cosas de nuestra realidad cotidiana y nuestro deber masónico. Seamos coherentes entre nuestro pensar y accionar, no sea que al final nos acusen de jugar a la solemnes, cuando ni siquiera somos capaces de entender lo que estamos haciendo y nos tachen de hipócritas. S:.F:.U:.

PRESENTACIONES Y COMENTARIOS

 Este comentario hice el 12 de agosto en Ultima Hora JORGE AMADO, un baiano legal Augusto Casola Hablar de Jorge Amado es hablar de esa Bahía de San Salvador que, a través de sus 28 libros, supo exponer ante el mundo para convertirse, él mismo, en el más conocido de los novelistas brasileños del siglo XX pues en nuestro medio y en particular yo, tengo un muy limitado conocimiento de los grandes narradores del Brasil, entre los cuales se encuentran los nombres de Erico Veríssimo y Clarice Lispector. Desde su primera novela País del carnaval (1931), se enciende en las páginas de Amado su visión baiana de la vida, envuelta en la dura lucha del mundo del cacao y el enfrentamiento entre un campesinado oprimido y explotado bajo el poder de los “coroneles” despóticos, siendo él mismo hijo de uno de ellos, João Amado de Faría propietario de una hacienda en Auricídia, municipio de Itabuno, Bahía, donde nació en 10 de agosto de 1912, para luego mudarse con la familia a Ilhéus, donde el escritor pasó su infancia. En sus primeras novelas se puede apreciar al escritor comprometido con el ideario comunista, lo que hizo de él un perseguido que conoció la prisión y el exilio bajo el gobierno de Getulio Vargas, para posteriormente, a su regreso al Brasil, en 1952, se apartó de la política y su bagaje, para dedicarse a la literatura y es, precisamente a partir de la historia de amor que cuenta en Gabriela, clavo y canela (1958), que Jorge Amado ingresa a la gran novela y, sin dejar de lado su pintura social, se abre a una narrativa ambiciosa para describir la vida y el modo de ser de los habitantes de su amada patria chica, Bahía. Pero es con Doña Flor y sus dos maridos donde el escritor alcanza la cumbre de su madurez al describir, no solamente las vicisitudes de la gente que rodea a la respetable doña Flor y su marido, el desvergonzado Vadinho, que vuelve como un fantasma lascivo, burlón y disparatero, para impedir que ella lo olvide, pese a haberse casado en segundas nupcias, con el respetable boticario del lugar, el doctor Teodoro Madureira. Jorge Amado supo describir las costumbres de Bahía con la maestría que evita caer en un costumbrismo tedioso y alcanzó, tanto en Gabriela como en doña Flor, la más rica expresión de su talento, tal vez porque fiel a sí mismo, cumplió con la condición de que el escritor verdadero es el que escribe acerca de los que él vivió. *** *** *** *** Este comentario acerca de "Ese Pedazo de tierra mía" me lo hizo mi amiga poetisa Isabel Victoria Krisch Ese pedazo de tierra mío Augusto Casola Arandurá Editorial Asunción-Paraguay 2010 No debe de haber dolor más grande en el mundo que la pérdida de un hijo. Nada es más injusto, porque no es “Ley de vida”. Los padres son los que deben partir primero. Pero estas cosas suceden, a veces. Y entonces, comienza para los deudos, el duro trámite de continuar la vida con ese desamparo, con ese desgarro a cuestas. Los signos que aparecen a posteriori —siempre dolorosos— se manifiestan de maneras diversas. El silencio, que oculta la no resignación, el enojo con los demás, con Dios, con el prójimo, que se permite vivir, simplemente, o la tristeza enquistada. Todo esto puede llevar a la enfermedad, a la depresión, a la parálisis en la continuidad. Son lenguajes que agudizan el dolor en respuesta a la fatídica realidad “contranatura”. Muchos usan la medicina, la terapia, se refugian en los amigos, en la familia que queda y/o en la profundización de sus creencias espirituales para intentar volver a sonreír. Todo es válido a la hora de apostar por la vida, por la vida con alegría o, aunque sea, con resignación “a pesar de”. Aquel que tiene el don del arte, debe usarlo en su beneficio. Y de seguro, también este instrumento en sus manos será de beneficio para su entorno. Porque a través de él se canalizan las angustias más terribles, los dolores más insuperables; aunque el producto de dicha manifestación sea una pieza translúcida, transparente del quebranto que lleva. Augusto Casola cuenta su pena en este poemario breve: sesenta y cuatro páginas que contienen cuarenta y dos poemas. En ellos expresa con la poesía que nace de la trágica experiencia, los momentos que le sucedieron. Y digo que el poemario es breve, porque siempre será escasa la palabra que intente trasmitir esta clase de dolor. Entre sus “penumbras cómplices” surgen sonidos “de niños en juegos inocentes” que hacen erizar al lector con el oxímoron de su “bullicio mudo”. Y remarca que es recuerdo cuando afirma que son “cosas viejas todas ellas/ (…) “vigentes al día siguiente/ de haberse vuelto silencio”(...) Surgen entre tanto desasosiego (“tras el derrumbe”) los sentimientos más desesperados: la demencia, por ejemplo, que no le permite ver nada bueno a su alrededor: “(…) y de pie entre los escombros un hombre mira/ en su derredor las ruinas/ ¿por qué ha de extrañar que la furia de su grito/ entierre a los dioses/ que honró en su demencia? (…)”. ¿Es loco el que honró a Dios antes o lo es el hombre de hoy que le reprocha a Él este padecimiento? Entonces, siguen la exaltación y el arrebato: “(…) cuando de entre esos escombros (…)/ alce un hombre el puño amenazante/ al infinito/ (…) implorando clemencia a los dioses que no existen (…)”. Sentimientos oscuros, confundidos, perturbados, permiten: “esconder la vergüenza/ que implica morir un poco cada día”, porque no se queda indemne el alma, sino que pervive en desconsuelo, y siente pudor por las lágrimas. Pierde sentido la continuidad del viaje: “qué vale todo/luchar por un mendrugo/ de pan/ por la comida/ (…) y vuelta a estar a solas/ uno consigo (…)”. Y el “mes a mes, el día a día”, que son eternos “pues sin morir mil veces muero”. Se reconoce el poeta en medio de la tragedia que lo azota, convertido en “silencioso abismo de su nombre”. Y revela “el pozo/ que habita ahora/ profundo y tachonado/ de paredes frías/ y musgoso desconsuelo”. El deseo de morir, válido para un padre que perdió el hijo, se lee en el dramatismo de la letra: “Quiero visitar un sitio ajeno/ donde no puedan ya alcanzarme/ los recuerdos/ un solar sin risas ni tristezas/ (…) de paz calmosa/ y de olvido”. Y la sensación de aturdimiento es trasmitida al lector cuando la palabra cobra realismo en el verso descarnado: “ese cuerpo que duerme ya en la nada/ ese cadáver frío que es mi hijo”. No hay nadie que pase sus ojos por este libro que no se conduela, que no vibre, que no se sienta conmovido hasta la lágrima porque este poemario es crudo, real, durísimo. Augusto ha expelido abruptamente su sentir. Lo hace provocando, pero no para provocar. Trasboca su dolor y se provoca a sí mismo. Arroja sobre el papel lo que queda de sí, se muestra en su mayor desnudez, se exhibe como un despojo, como lo que queda después de la catástrofe. Y, tal vez, en algo semejante a su calvario lo manifiesta diciendo: “ese cuerpo en el féretro/ que debió ser mío”. Los escombros, las iras desmedidas hacia el dios o los dioses que lo dejaron “huérfano de hijo”, las culpas por creer que no supo quién era el que se fue, son gritos por “esa dura espina que lo hiere” y que ya nunca lo dejara de herir y que lo hace sentirse una sombra. Sólo una sombra que transita. Con un vocabulario rico, aunque la riqueza caiga por momentos en la desmesura, en la “Hibris” —dirían los griegos—, a veces exageradamente rimado, con versos libres de formatos disímiles y juegos de palabras con raíces semejantes que se divorcian en la desinencia (sin que esto sea, en absoluto, criticable), y con repetición de términos, a veces abusivos, la poesía de Casola no apunta a cuidar su estética esta vez. Sólo importa su fuerza, su caudal verborrágico, su fuego interior, su arrebato y toda la intrínseca revolución del sentir, lo que justifica cualquier forma de escritura. Cualquier dibujo. Cualquier estructura. Porque es lo que siente Casola lo que importa. Lo que trasmite. Nadie prologa, ni hay un escritor amigo que haga la contratapa en este libro. No es necesario. La figura de su hijo en la tapa, y la foto de su nuera, “esa mujer valiente”, a quien dedica (entre otros) este poemario, y de sus pequeñas y hermosas nietas, ya son suficientes. Por demás conmovedoras. De este lado del libro estamos los privilegiados. Si de privilegio se trata no haber pasado por tal cual experiencia. Los que queremos tender nuestro corazón al hombre que ha sufrido, que transita lastimoso. Los amigos. Los que le extendemos la mano, el oído, el hombro. Los que, además, apreciamos y bendecimos que la literatura haya permitido en él, esta sanidad. Con todo mi cariño Isabel Krisch MAESTRÍA ÉPICA EN EL ÚLTIMO POEMARIO DE MARÍA EUGENIA GARARY Augusto Casola Con Hebras de Remembranzas, la poetisa María Eugenia Garay alcanza una cúspide indiscutible dentro del Parnaso femenino del Paraguay. Su obra poética, de por sí extensa y en general de elevado nivel artístico, se supera a sí misma con este poemario son el cual rinde homenaje a los que sufrieron la cruenta cuan despreciable guerra llevada a cabo contra nuestro país entre los años 1865 y 1870, conocida como de la Triple Alianza, donde unieron sus fuerzas la Argentina, el Brasil y el Uruguay, con el objeto simple de desmembrar al Paraguay y como cuervos servirse de sus despojos, como lo dejan bien previsto en el art. 16 del Tratado, que en parte, transcribo: “ (…) queda acordado que los aliados exigirán del gobierno del Paraguay la celebración de tratados definitivos de límites con los respectivos gobiernos sobre las bases siguientes (...). Servirá de límite entre el Brasil y la República del Paraguay (…) del lado de la margen izquierda del Paraguay, el río Apa desde su desembocadura hasta sus fuentes (…) La República Argentina quedará separada del Paraguay por los ríos Paraná y Paraguay, hasta encontrar los linderos del Brasil, siendo éstos del lado de la margen derecha del río Paraguay la Bahía Negra”. A título ilustrativo invito a los lectores a definir los límites propuestos por los hermanos fronterizos. Hebras de Remembranzas se compone de 33 poemas que desenvuelven la grandeza y el horror del holocausto con el recurso de versos mesurados donde no se encuentra un solo rasgo del patrioterismo en el que es fácil caer cuando se enfrenta la épica. Así, en “Conjuros contra el olvido”, nos dice la autora: El viento sur, arrecia serpenteante Entre un negro follaje de demencia Mientras entre un celaje tempestuoso Hilvanado al violeta del crepúsculo Se diluye el presente y la conciencia. El desasosegado rumor de tantas voces acalladas y olvidadas, adquieren vida en estos poemas que nos mueven a meditar acerca de la historia y el presente, envueltos en sus propias circunstancias, aunque muchos pretendieron y pretenden olvidar, como nos dice la autora en “Amargos bastiones”, que: Cruzaron sin dudarlo lo abismos del miedo, Quebraron profecía, acuñaron eclipses, Pactaron con la lluvia, transitaron la aurora, (…) Es de buen augurio que sea una mujer la que canta estos versos, la que siente en su seno quebrantado, el dolor de la patria desbastada, porque fueron las mujeres quienes sostuvieron y transmitieron en sus hijos el fervor cada vez más disperso de una nacionalidad invadida por la malicia de una globalización obtusa y rodeada de enemigos agazapados que esperan siempre el momento oportuno para dar el zarpazo de la infamia. María Eugenia Garay eleva su voz con la resonancia valiente de su sexo y expone sin ambages el valor de ayer, enfrentado a los recovecos de políticos que no ven las enormes miserias que están ante sus ojos sino las migajas de poder del que se sirven. Ella es consciente del “Sideral acorde” Donde la voz de López se alza intacta Y convoca de nuevo a los espectros Que vuelven de la lápida musgosa, De las cruces marchitas, de las ciénagas Del valle de imposibles con el viento. PRESENTACIÓN DE LA REEDICIÓN DE LA NOVELA DE JUAN BAUTISTA RIVAROLA MATTO LA ISLA SIN MAR Cuando en 1991 la Editorial Arandura decidió iniciar su carrera con la edición de la tetralogía a la que se denominó Bandera sobre las tumbas, que contiene cuatro novelas de Juan Bautista Rivarola Matto, El Santo de Guatambú, Diagonal de sangre, Ybyra pora y La isla sin mar, se le auguró el peor de los desenlaces. Veinte años después, la empresa dirigida por Cayetano Quatrocchi y Cecilia Rivarola, no puede ser considerada una aventura descabellada, de esas que le gusta describir al autor de la novela que se presenta hoy, La isla sin mar. Al contrario, la editorial Arandura supo hacer honor a lo que manifestado en ese libro inaugural de dejar “establecida la línea a seguir”: hacer conocer a los escritores paraguayos, sin atenerse a los cánones estáticos habituales en nuestro medio, donde se difunden solamente nombres archiconocidos y se deja de lado a los demás escritores, sea por comodidad, sea por egoísmo, sea por no pertenecer a los círculos áulicos donde se aplauden unos a otros cualquier cosa que hagan. El título del primer libro de la editorial Arandurá, Bandera sobre tumbas, colección se eligió de lo expresado por uno de los personajes de la novela La isla sin mar, que dice: “Este país se está pudriendo hasta los tuétanos. Por eso es alentador encontrar muchachos como Fermín Agüero, que continúan sosteniendo la bandera sobre las tumbas” . Consideré válida esta introducción, porque tanto Juan Bautista Rivarola Matto, fundador de Ediciones NAPA, en 1980, la que llegó a publicar 42 títulos, como Cayetano Quatrocchi, editor de Bandera sobre las tumbas y esta reedición de La isla sin mar, que lleva publicados más de 600 títulos con el sello de su firma editorial, se vistieron, cada uno en su momento, de ideales semejantes a los del hidalgo cervantino y lanza en ristre comenzaron a recorrer los caminos poblados de gigantes y monstruos espantosos a los que supieron enfrentar con valentía en singulares batallas, sin prestar oídos a los consejos prudentes y terrenales de tantos Sancho Panza, cínicos y acomodaticios, que flanquean los senderos del ensueño y son, al decir de Rivarola Matto “sustento y fundamento del despotismo analfabeto que ahora padecemos”. Juan Bautista Rivarola Matto es un gran escritor y fue un hombre valiente, empecinado en imponer cultura en medio de mediocridad complaciente y las argucias de una sociedad pacata como la nuestra, a la que tan bien describe a los largo de las páginas de los personajes de su novela, La isla sin mar. El leerla o releerla, causa la impresión de encontrarse uno, de golpe, en un bosque que desapareció hace tiempo, formado con las figuras fantasmales hoy pero que alentaron illo tempore en nuestro país: seres atónitos perseguidos por el recuerdo de una guerra de aniquilación, como fue la de la Triple Alianza y otra más reciente, la del Chaco, en las cuales los paraguayos defendieron con sus vidas el patrimonio y el honor nacionales. Tampoco puede uno evitar retrotraerse a esos años marcados por el caudillismo y las conspiraciones que fueron sustituidos por la lenta pero inexorable imposición de una voluntad férrea, asentada con los recursos de la astucia, la indulgencia de políticos beneficiarios del régimen y la imposición del miedo, que como una sombra recorría las calles apacibles de Asunción y acabó por envolver a todos en el manto de una indiferencia abúlica, que convirtió los viejos sueños e ideales juveniles en meros recuerdos, superados por la imperiosa realidad del dinero que debía ser obtenido a cualquier precio y en la brevedad posibles. La primera edición de La isla sin mar apareció en 1987 bajo el sello editorial Arte Nuevo. Desarrolla una historia que, sin el recurso del realismo mágico, instrumenta sabiamente las posibilidades ofrecidas por la mágica realidad que compuso y compone la traqueteada vida nacional. En la novela se mezclan y confunden historia con leyenda, mito con religión y filosofía con crudas realidades que develan los secretos de influyentes políticos, idealistas alucinados, mujeres valientes o frívolas, en fin, seres humanos embebidos en un ambiente donde señorea la fuerza bruta e ignorante de asesinos que no se compadecen para nada de las miserias y las crueldades a que someten a sus enemigos, para luego aparecer en sociedad como personas de bien, seguros de su derecho a moverse sin ser reclamados por sus iniquidades, gracias al poder económico alcanzado. Detallista en sus descripciones, destaca con mano firme de pintor impresionista la manera de ser y el aspecto físico de sus personajes “era un hombrecito enteco, de ojos saltones, labios finos siempre torcidos en una mueca de suficiencia y de desprecio […] y aquellos sitios como los que quienes contamos cierta edad tuvimos oportunidad de conocer: “a la izquierda, separada del patio embaldosado por una balaustrada sobre cuyo barandal había tal cantidad de macetas con toda suerte de plantas, que la ocultaba de la vista […]. Bajando por unas gradas […] se encontraban el pozo, el molino de viento, un carruaje en desuso y un galpón que era a la vez establo y caballeriza […]. De ahí en más se extendía un bosque muy bien cuidado. En la primera parte, que abarca aproximadamente unas 50 páginas, presenta a los personajes con el recurso de un juego calidoscópico donde el tiempo confunde los acontecimientos que adquieren fuerza y claridad a medida que avanza el relato el cual se aparta del modelo lineal y entrecruza con insistencia el presente y el pasado en hábil contrapunto con el objetivo de mostrar a las claras que es el transcurso del tiempo el que delinea la manera de ser y de actuar, propias de cada persona. La novela de Juan Bautista Rivarola Matto analiza al paraguayo en sí, a la “paraguayidad”, si se me permite el neologismo, como una isla sin mar, porque sin duda, los paraguayos poseemos la tendencia de crear nuestra circunstancia encerrados ya en nosotros mismos, ya en agrupaciones políticas, deportivas o académicas donde se exige como requisito para pertenecer a ellas una subordinación humillante, una incondicionalidad que nadie debería prometer con el objeto de alcanzar ventajas económicas, lucimiento personal o aún peor, inducir al fanatismo absurdo al que conduce la ignorancia, movida por los colores de banderas sectarias. Por otro lado, es clara la alusión que hace la novela La isla sin mar a la condición mediterránea del Paraguay, situación que tuvo y tiene hasta ahora la infausta situación geográfica de nuestro país, esta isla sin mar, ayer y hoy cercada por tiburones que buscaron y buscan la manera de explotar tal circunstancia, mostrando con su actuar la hipocresía de una fraternidad que ni sienten ni quieren sino para llenarse la boca con las palabras elocuentes de huecos discursos saturados de falsedad. La isla sin mar ofrece hoy, como en el momento de su aparición, la oportunidad de repasar los acontecimientos del pasado a través de la pluma ágil, irónica y descarnada que maneja Juan Bautista Rivarola Matto en su novela, para descubrir, no sin sobresalto, que los mismos mantienen toda su vigencia.

CUENTOS DE "LA CATEDRAL SUMERGIDA"1984

La madrugada del día siguiente[12] [13]
La luna tempranera de las tres de la tarde, moneda incompleta, cuarto creciente, especie de mancha transparente, extemporánea sobre el cielo brillante y azul, soplo de viento que agita el verdín y el calor, enmarcan la hora en la cual Luciano inicia la cochura del chipá, que alienta en un humo oloroso y blanco, volviendo constantemente la cabeza hacia el sendero polvoriento, esperando, como hace todas las tardes de luna tempranera.
-¿No llegó todavía?
-Ya te dije que no puede, que no va a venir más, contesta su mujer, mientras acomoda en el canasto, la primera hornada de la tarde.
-Yo sé que va a venir -insiste Luciano y aspira el sahumerio que brota del horno de adobe y arcilla colorada- ¡Vos qué sabés! Te digo que va a venir nomás, porque ayer soñé una cosa rara y seguro que es buen anuncio.
La luna premonitoria sigue desvaída en el cielo intenso de la tarde cuando Luciano saca la segunda hornada, tan apetitosa, que apenas puede resistir el impulso de meter uno de los panecillos en la boca. Lo detiene la mirada dura de su mujer.
-Hoy vendimos mucho -comenta ella-. El segundo canasto ya se acabó.
Luciano se rasca el cuello, torturado por los mbarigüí: -¡Cómo pican estos bichos! -exclama- Me parece que va a llover un día de éstos.
La mujer carga el aromático manjar en el canasto grande que trajo la chica. El bolsillo delantero del delantal abulta en billetes apelotonados y su cuerpo, ancho y ondulante, se mueve con lento vaivén de las nalgas, al caminar.
Volviéndose hacia el hombre que sigue dándose palmadas dice: -No te hagas ilusiones. Hace tres meses que sigue éste calor y no hay esperanza de que cambie. Mirá nomás cómo está el cielo... Esos bichos te pican de puro hambrientos.
Luciano ceba el tereré en la guampa ornamentada con sus iniciales.
-A mí me parece que no pasa otra semana sin lluvia. Hay muchas nubes: el sudor resbala sobre las mejillas del hombre y marca, en su rostro, una larga cicatriz rosada que se abre paso entre la polvareda que forma una segunda epidermis sobre su piel, antes de gotear en la camisa transpirada.- Te estaba contando pues ese sueño raro que tuve -le dice a su mujer sorbiendo la infusión. Yo no aparecía, pero había un perro blanco, muerto, que se caía de espaldas en un precipicio.
-Yo no entiendo de sueños -la mujer coloca el canasto sobre la cabeza de la chica y siente como le crujen los huesos raquíticos-. Esta es la última tirada -dice-. A ver si vendés pronto porque después quiero que levantes la ropa, antes que sea de noche.
Luciano deja la guampa a un lado y queda mirando el camino que sigue la muchacha. El apteraó, aplastado sobre su cabeza, se confunde con los cabellos desgreñados: -Va a [14] venir por ahí- señala con el mentón-. Vos no me creés pero yo sé lo que te digo. Ese sueño que tuve...
-¿Porqué no te levantás y hacés algo? -responde Gumersinda con voz agria-. No sé lo que te pasa por ahora. Vos sabés bien que no puede ser -se dirige al rancho balanceando las nalgas inmensas-. Luciano, dejate de soñar y vení a tomar cocido o qué, ¿querés? No sé lo que vas a conseguir repitiendo siempre la misma cantinela.
El hombre levanta la vista hacia el cielo y vuelve a bajarla hasta sus pies descalzos.
-A la pucha que no me dejas en paz...
-Si te dejo, vas a estar todo el día haraganeando en esa silleta y hay un montón de cosas que hacer. Mirá nomás cómo está la casa. Hace años que nadie le pinta y el catre ese donde duerme la ñorsa va a caerse un día de éstos. Tiene todos los tornillos flojos y vos, lo único que querés, es estar ahí, sin hacer nada.
-Le estoy esperando, nomás -responde Luciano sin abandonar la mirada soñadora.
Quedaron muy lejos, en el horizonte de los recuerdos, los días en que Luciano iba a los bailes pueblerinos, persiguiendo muchachas y trabándose en discusiones por asunto de naipes o polleras. Al juntarse con Gumersinda, dejó todo eso para trabajar en su capuera y en la producción casi industrial del chipá, que logró alcanzar renombre hasta en la capital. En esa época, Luciano era incansable.
Construyó el rancho y, cuando Gumersinda descubrió su estado de gravidez, el hombre duplicó la actividad de los hornos, contratando gente que lo ayudara a fabricar y a vender el producto, llegando a enviar cien tiradas por día, que distribuían las camionetas, provistas de altoparlantes, anunciadores del sabor.
María Isabel conocía a su padre por el olor a tabaco, mezclado con el aroma del chipá recién hecho y por las interminables frases cariñosas pronunciadas con voz gruesa, en la dulce entonación de su idioma ancestral. A los tres meses reían juntos, a los seis, ella gateaba entre las piernas de Luciano y las montañas de chipá, acumuladas en el patio y de las cuales, María Isabel, probaba algunos trocitos que derretía entre sus encías sin dientes. Por momentos, Luciano dejaba de amasar, introducir y sacar del horno los panecillos y se dedicaba a jugar, diciendo cuantas ternuras pasaban por su cabeza, a las que María Isabel respondía con largas carcajadas sin dientes, de puro contento, sin entender nada.
El día de su primer cumpleaños, la casa estaba completa, con olor a pintura fresca hasta en el patio, donde los árboles lucían un aspecto alegre después del blanqueo de sus troncos. El pueblo, unas treinta familias, fue invitado a festejar el acontecimiento, y desde las ocho de la mañana, el rancho reluciente, se convirtió en el centro del desfile multicolor de matronas engalanadas y señores que, al influjo de los aperitivos, convertían sus bocas en torbellino de risas o se dedicaban a relatar anécdotas gloriosas de los años de guerra, mientras sus mujeres atendían a los niños, el asado, los chorizos, las morcillas, yendo de aquí para allá y sirviendo las bebidas que corrían en abundancia. Para la ocasión, Luciano hizo traer ciento cincuenta docenas de globos en la variedad más increíble que pudo imaginar y, durante una semana, la chiquilinada se pasó inflándolos hasta sentir los pulmones empequeñecidos, la boca seca y las rodillas temblorosas, pero al llegar el gran día, colgaban del techo, en las ventanas, de los árboles, en cada rincón de la casa, hasta la carreta y los cuernos de los bueyes se adornaron con globos inmensos.
Después del chocolate (que Gumersinda preparó en una olla gigante de cincuenta [15] litros) y las chipitas con cada una de las letras del nombre de su hija, Luciano y los demás invitados varones, se sentaron a truquear hasta la noche. Se encendieron los faroles a querosén y a los sones de la orquesta, contratada en la capital, bailaron los jóvenes, que no iban a desperdiciar esa oportunidad que quizás no volvería a repetirse.
Cerca de las tres de la mañana, la nena despertó sobresaltada, con sus ojos negrísimos atravesando la oscuridad que no comprendía. Bajó de la cuna, cruzó el pastizal entre las parejas que bailaban, se acercó a Luciano que no la vio y siguió caminando, hacia el bosque, atraída por los miles de ruidos, apenas audibles, de los animales nocturnos y el crujir de la hojarasca, pisada por sus pies helados. Se internó en la maraña de yuyos y ramazonas fantasmales, en pos del llamado que la despertó del sueño. Cruzó el arroyo, dejó marcas de unos dedos pequeñitos en la arena blanca de la orilla y se perdió en la oscuridad indecisa de la madrugada del día siguiente a su primer cumpleaños.
Se dieron cuenta cuando la mamá fue a ver si la nena estaba mojada para cambiarle los pañales. Nadie supo decir nada ni la vio. Luciano y cuantos hombres podían estarse en pie, iniciaron la búsqueda desesperada de la niña que se internó en la selva, sin importarle los globos, ni la música, ni la torta de tres pisos, ni su futuro en el rancho junto a sus padres, ni nada sino el insistente requerimiento del bosque que la impulsó a mezclarse con la maleza, dejando impreso sus dedos redondos, en la arena del venero como prueba de esa extraña nostalgia.
Nueve días después, rendidos por la fatiga y Luciano presa de una angustia desconsolada, volvieron a la casa que aún tenía algunos globos, desinflados y tristes, colgados de las ramas dormidas de los árboles.
-Ha de volver -exclamó sentándose en la hamaca- una criatura así no puede irse tan lejos. A lo mejor se quedó dormida dentro de algún tronco, en el bosque, pero seguro que va a volver...
Gumersinda limpió la casa, quitó los residuos de la fiesta, salpicó con agua de balde el piso de ladrillos y salió al patio, respirando a pleno pulmón, mientras de sus ojos caían lágrimas silenciosas y en la boca, le daban vueltas y vueltas las palabras que necesitaba decir a gritos, sin hallar el cauce por donde dejarlas escapar.
-Va a volver uno de estos días -le contestó Luciano cuando ella quiso saber, después de siete meses de la desaparición si debía guardar luto por la hija-. Se viste negro por los muertos y María Isabel no está muerta, así que déjate de preguntar macanas.
Gumersinda encendió esa noche tres velas a San Judas Tadeo y rezó un rosario porque fuesen ciertas las alucinaciones de su marido. Desde aquel día en que fueron a buscar a su hija sin hallarla, le seguían persiguiendo las lágrimas y dándole vueltas en la boca las palabras que no podía pronunciar.
Volvieron a preparar chipá, el negocio anduvo bien y Luciano no recordó más a su hija hasta tres años después, el día de su cumpleaños.
-Hoy cumple cuatro -le dijo a su mujer.
-Cuatro ¿qué?
-María Isabel -respondió Luciano muy serio tenemos que preparar la fiesta.
-Pero si no está.
-Ya sé, pero ha de venir.
-No viene más, Luciano, te digo que no viene más. [16]
El hombre no le dirigió la palabra en todo el día, pese a los esfuerzos de la mujer, que procuraba reconciliarse con el marido, uniendo a él su dolor común.
Gumersinda sentía que las viejas palabras iban a brotar, mezcladas con el aire refulgente del campo verde, fresco, oloroso. Salir, aunque Luciano se negara obstinado a reconocer esa realidad, acaso superior a su capacidad de resistencia.
La hora de los mosquitos y el chillido de los grillos tomó a Luciano sentado en la silleta del patio, frente a los hornos sin humo, en melancólico trasluz de rojo fuego, que extendía los brazos, desgarrando el vientre de la selva. Estaba quieto, formando parte del crepúsculo que huía entre el alboroto desafinado de pájaros invisibles y los cambiantes matices de una naturaleza triste, con la camisa desabotonada, flotando en la brisa. Así lo vio su mujer, al acercarse con un tazón de chocolate que había pedido y le escuchó decir, en voz baja, las palabras que abrieron ante ella todo el universo de su desolación, las que durante años anduvieron revolcándose bajo el paladar de Gumersinda.
-Mi hijita..., mi pobre hijita -al tiempo que de sus ojos, fijos en alguna lejanía interior, caían dos lágrimas impregnadas de los reflejos del recuerdo, provenientes de la línea perdida del arroyo, donde quedaron las formas de unos dedos pequeñísimos.
Estiró otra silleta y se sentó a su lado, en la penumbra, bebieron juntos el chocolate, dejando pasar las horas, hasta que la oscuridad fue completa y sólo una espesa vía láctea de luciérnagas inquietas, emitía destellos intermitentes al reflejar, sobre la superficie del campo, el brillo de las estrellas.
Al volver la chica con el canasto vacío, Gumersinda la esperaba en el mecedor de mimbre, que se deshacía en chirridos, al arrastrar su cuerpo de matrona, para delante y hacia atrás, en una sucesión inacabable de vaivenes.
-Aquí te dejo la plata, la señora -dijo.
-Bueno, andá a bañarte ahora antes que haga más fresco.
Luciano se acercó a su mujer sentándose en el otro sillón.
-¿Qué estás pensando? -preguntó.
-Nada ¿y vos?
-Nada.
Permanecieron sin hablar, escuchando a la muchacha sacar el agua del pozo, el ruido de la roldana, su deslizarse de pies descalzos sobre la arena del patio, cómo vaciaba el contenido del cubo en la palangana grande, el chapoteo del líquido, alzado con las manos para mojar el cuerpo teñido de luna.
Casi podían oír cómo tiritaba al frío contacto y el deslizarse de la toalla sobre su piel. Se puso los zapatos, el vestido color ciclamen y fue a sentarse frente al portón. Recién entonces, la pareja de ancianos, se percató del largo silencio que los había envuelto en una tenue capa de armiño impalpable. Luciano encendió un cigarro, aspiró el humo de tabaco fuerte, secado al sol, recorrió con la vista las paredes del rancho vacío, cada hendidura, cada recova desconchada y, sin poder soportar por más tiempo el hábito que pesaba sobre sus años de esperar inútilmente el sueño de la juventud (1), dijo, dejando gotear las palabras:
-No vino, otra vez..., mañana puede ser.
-Puede ser, Luciano, puede ser -contestó su mujer y permanecieron silenciosos, mirando la noche, con los ojos tristes y desolados, que en aquella madrugada, se opacaron para siempre. [17]



Whisky & ice
[18] [19]
Le digo «Delcy» y ella me mira con sus ojos, negros y sin emoción, fijos en los míos, acostumbrados como están a mirar sin ver, con la opacidad que se les habrá contagiado del tiempo que lleva trabajando en esa whiskería -últimamente, si uno analiza bien, se da cuenta que las denominaciones de las cosas, los lugares, las personas y las actividades que se desarrollan o ellas desarrollan, han sido rebautizadas, con nombres más sofisticados y eufemísticos, a los que estábamos acostumbrados en mi juventud.
Así, a los advenedizos se los llama consecuentes, a los ursos, financistas. A los ladrones, estafadores, coimeros y otras alimañas afines, se les confiere la cualidad de portentos comerciales. A los chiquilines petulantes y mal educados se les dice conflictuados, a las casas de cita, moteles y a los quilombos, whiskería. Podría seguir mencionando nuevas designaciones de las viejas costumbres, usos y sitios, si no fuera porque me resulta fastidioso dar la impresión de ser un cínico de ingenio, lo que no soy, o al menos, ingenioso, aclaro, antes de recibir el comentario de algún avisado observador de los que hay por ahí. Solamente a las reas se les sigue llamando putas, sin retaceos.
Le llamo «Delcy» y me mira entre los destellos de las luces estroboscópicas, música beat y jóvenes in. Yo solía decir antes música moderna, nuevaoleros, etcétera, pero se quedaba sin entenderme, por eso, cuando dije «Delcy», no me asombró que me observara de tan lejos, con sus pupilas estáticas en el pestañeo de las luces, sin dar importancia a lo que oía, ni a la música beat del casetero, que desliza sus melodías entre los dedos de las parejas que bordean la pista donde nadie baila, absortas en las caricias preliminares, matizadas con las risas agudas de las mujeres.
Las piezas tienen luz roja, filtrada por los agujeros de los ojos y bocas de las máscaras de isopor que les sirve de pantalla y son toda la iluminación, cuando uno entra a los tropezones con la silla o la cama hecha por décima vez y me dice: -Tenés que pagarme antes
-No -respondo- mejor cuando terminemos.
-El patrón quiere que se cobre adelantado.
-Así no quiero. Te voy a dar después.
La música sigue sonando y llega algo diluida hasta nosotros. Ya no digo «Delcy». La acaricio y desprendo el bretel de su corpiño. Ella ríe, con esa risa opaca y afectada, de tanto andar en la penumbra.
-¡Si ya me conocés! -exclamo haciéndome el molesto- No sé porqué me pedís que te pague antes.
-El otro día me jodieron
-Aha... [20]
Me acuesto después de haber puesto mis ropas sobre el respaldo de la silla. Su piel desnuda adquiere la coloración púrpura que vomitan las máscaras. En el salón siguen las risas, las conversaciones en voz baja y los dedos que investigan entre las minifaldas, que exhiben muslos y bragas, teñidas de historias nostálgicas.
Digo «Delcy» pero no me escucha. Canturrea la melodía que atraviesa las rendijas de la puerta cerrada tras la cual, está otra habitación con su pareja, la latita de cerveza medio tibia sobre la mesita de noche, su ropa a un costado sobre la silla, la mediabombacha y las botas blancas, bajo la cama.
Cierro los ojos sin decir nada pues ya no es Delcy, sino una masa sudorosa de carne marchita unida a la mía, que desprende, al transpirar, su olor a jabón y perfume baratos, y me contagia esa languidez de su mirada sin vida, oscura, inerme a causa de los reflejos rojos que brotan de dos esquinas de la habitación. Hacemos el amor con rabia -lo digo así para no resultar chocante- como si cada acción, cada movimiento, buscara separarnos, con una intensidad en la que nada tienen que ver las emociones y tratando de lograr lo antes posible ese placer obtuso y alucinado, proveniente de ésta masturbación de a dos, en la cual, el último gemido está cuajado del sabor amargo aposentado en nuestra angustiosa soledad, más vasta y desolada tras esa cópula lasciva, que culmina en la caricatura grotesca de un orgasmo sin ternura, condicionado a los reflejos involuntarios de mi cesión.
No digo más nada. Enciendo dos cigarrillos y dejo uno entre sus labios. Vuelvo a dar una mirada accidental a las máscaras, que siguen brillando con su risa fija y repulsiva, al humo que sale de nosotros y se expande en el ambiente, como extoplasma de nuestros cuerpos y a la palma de mis manos, en las cuales, olfateo su aroma peculiar, antes de repetir «Delcy», en un susurro final que permanece colgado de las sombras.
Ella no habla. Mejor. Prefiero que siga así, de ser posible desde que la saludo hasta la hora de despedirme. Puede ser que un día me anime a decirle:
-Apagá la luz esa, por favor, no quiero verte -pero tengo miedo a que me mal interprete y se enoje conmigo. Pero me doy cuenta que comienza a ponerse inquieta. Va a hablar. Ya se levanta. Tiene las botas puestas. Saco del bolsillo un billete arrugado que le alcanzo sin abrir la boca. Yo sigo tendido para verla vestirse con prisa. Arregla sus cabellos largos.
-Vamos pues afuera -exclama, sin más preámbulos.
-Ya enseguida.
Es poco más de las once y empiezan a llegar otros hombres que, al encontrar pareja, forman extrañas figuras chinescas en la semioscuridad de luces estreboscópicas -digo bien, ahora. En un rincón veo a Delcy tomada del brazo de un tipo corpulento, cuya grasitud excede su cintura y cuelga siguiendo la circunferencia del vientre, por encima de los límites del pantalón. Yo tomo otra cerveza, sentado en uno de los divanes y la veo dirigirse hacia el cuarto que acabamos de abandonar. El gordo ríe y la abraza, como si quisiera aplastarla, Delcy, ríe.
-No, gracias, salí recién, nomás. Estoy tomando una cerveza nomás.
Parece frustrada cuando vuelve a la pista, con el gordo detrás suyo, serio y jadeante, observando a su alrededor, como si temiera encontrarse con algún conocido, tal vez, y enseguida escapa hacia la calle.
¿Todavía no te fuiste? [21]
-No. Estoy haciendo tiempo.
-¿Querés entrar otra vez?
-No.
-Dame un cigarrillo, entonces.
Va al encuentro de un nuevo cliente. Tiene buena planta y me alegro por Delcy -echa humo por los agujeros de la nariz y sonríe entre sus labios pálidos, los ojos negros, negros, clavan la vista atónita en los chisporroteos de las luces giratorias, las luces negras, las luces estroboscópicas o como quieran llamarlas mientras continúa la música, las risas y los ajustes de precio entre Delcy y un caballero muy elegante de traje y corbata floreada que fuma cigarro, mientras otro tipo se divierte introduciéndole la mano por debajo de la minifalda y canturrea, haciéndose el desentendido.
- ¡No pues! -dice Delcy y se vuelve a medias. El caballero la sigue al cuarto mientras el cargoso repite su juego con otra de las chicas.
Yo salgo dando paso a cinco muchachos barullentos que ahora llegan, con olor a alcohol y despedida de soltero. Salgo y voy, por las calles que me alejan de Delcy, que debe estar con el elegante, encamados, la corbata sobre la silla, su pollera sobre la silla, sus olores mezclados, impregnándolo todo y las botas blancas, bajo la cama. [22] [23]



La hija chica
[24] [25]
Cuando nació nuestra hija chica, vivíamos desde varios años atrás, en la casona que pertenecía a la familia de Estela, mi mujer. Teníamos ya cuando eso una hija de tres años y medio.
La casa era de una arquitectura bien arcaica, con un largo corredor yeré interno que limitaba el amplio patio central, dando al conjunto la apariencia de esas construcciones auténticamente coloniales cuyas vigas, exageradamente grandes y semipodridas, descansaban sobre una hilera de cariátides de mirada sonámbula, como fantasmas aburridos de tanto estarse ahí quietos, soportando la presión del techo decrépito, todo cubierto de moho, tela de araña y humedad.
No habían muchas piezas desocupadas pues, desde los tiempos del bisabuelo de Estela hasta la fecha, la situación económica de la familia hizo honor a aquél célebre aforismo de «abuelo panadero, hijo caballero, nieto pordiosero» y no sólo eso, ya que en realidad cambiaron mucho los tiempos, desde la época del bisabuelo al de sus descendientes, tíos y primos de mi esposa, que, en dos o tres generaciones, no dieron muestras de talento comercial y uno a veces pensaría que hasta de lucidez. Lo cierto es que uno a uno fueron refugiándose en el caserón, lo mismo que Estela y yo cuando nos casamos, y allí cada uno vivía o vivió, en esas piezas su propia vida, casi sin preocuparse de los demás habitantes del colmenar y hasta reaccionando con violencia a los muy escasos intentos de intromisión a las celdas de sus hábitos, por parte de los otros cenobitas, sea quien fuere el intruso, excepto, tal vez, la tía Carolina, a quien conocí poco antes de su muerte y me pareció la única persona normal de la casa.
Cuando yo llegué, quedaban dos piezas abiertas donde nos ubicamos con Estela y después Elena, nuestra primera hija. La habitación ocupada por el tío Jerónimo no se abría nunca y se le dejaba la comida en una banqueta junto a la ventana enrejada de donde la retiraba -no sé si él o alguna de las ratas que cruzaban de vez en cuando el patio. Las cinco piezas contiguas estaban cerradas, selladas con sendos pasadores de hierro, asegurados con candados grandes y herrumbrados. Estela me explicó que habían sido las habitaciones de otros tantos miembros de la familia que murieron muchos años atrás y que, a partir de entonces, no las volvieron a abrir, por orden de la tía Carolina, siguiendo la costumbre familiar. Ahora bien, la razón que motivara esa tradición no se me explicó ni yo insistí demasiado en averiguarla, tal vez porque soy poco curioso por naturaleza, o, acaso, porque en realidad, todas esas piezas cerradas, con sus pasadores cubiertos de telarañas, me produjeron siempre un cierto desasosiego que procuraba esconder, aún cuando no me considero de esas personas imaginativas a quienes de pronto se le ocurre tener miedo y entonces crean un miedo para terminar teniendo miedo de su propio miedo. [26]
Pero uno se acostumbra a todo o a casi todo, en realidad, y de a poco fui identificándome con el ambiente de la casa, y, lo que en un comienzo considerara excéntrico e irreal, terminó resultándome rutinario, como los conciertos de mandolín del tío Jerónimo, que, a veces, los iniciaba a las dos de la madrugada para acabarlos bien entrando el amanecer.
Cuando nació Elena, nuestra hija mayor y fue creciendo, quedábamos en la casona nosotros y el tío Jerónimo, a quien pude ver fugazmente la noche del velorio de su hermana, tía Carolina. Y fue después de la medianoche, cuando no estaban sino los parientes más cercanos (a la mayoría de los cuales había visto una sola vez, el día que nos casamos Estela y yo).
El tío Jerónimo apareció en la puerta de la pieza de la tía Carolina vestido con un camisón largo, llevando en una mano el gorro con pompón y en la otra, su mandolín. Estaba tan pálido como la hermana colocada en el cajón y eran muy parecidos, ojerosos ambos, la piel pegada a los huesos, los labios finos, la frente característica de la familia, alta y noble, coronada por una espesa mata de cabellos blancos que le llegaban hasta el cuello. Fue sólo un momento, pero los observé primero a él, después a ella y me corrió un escalofrío, como si se hubiesen repetido las imágenes y volvieran a ser uno solo. Pero el tío Jerónimo se alejó enseguida y la impresión de que por algún influjo mágico la muerta y su hermano se habían unido (sorbiendo el que aún vivía alguna clase de aliento postrer de la tía Carolina), desapareció y volví a estar en un velorio común y corriente, solo que no me abandonaba la impresión de que recién después de irse el tío Jerónimo, la tía Carolina se murió del todo. Un rato después llegaron, hasta los que permanecíamos acompañando a la difunta, las pulsaciones del mandolín y quedé dormido.
Al día siguiente cuando desperté, el féretro se encontraba cerrado y en la sala. Observé también que la habitación de tía Carolina tenía echado el pasador de hierro y colocado un candado grande, parecido a los de las otras piezas cerradas del corredor.
Cuando murió el tío Jerónimo, algo así como un mes antes del nacimiento de nuestra hija chica, yo no estaba porque había viajado al interior por un asunto de negocios. Sólo al volver me enteré del suceso y cuando pregunté, me contestaron que el mandolín lo llevó un tal Eusebio, un hijo natural que tenía el tío Jerónimo -me enteré ahí nomás aunque parece que todo el mundo lo conocía, ¡quién lo hubiera imaginado!- y, por supuesto, la puerta de su cuarto estaba cerrada, candadeada y ya empezaba a semejarse a las demás. Como dije antes, uno se acostumbra, a todo, aún a una casa como la nuestra de la cual se ha de pensar que es medio rara, con todas esas puertas sin abrir y esas estatuas-columnas y esos ruidos que uno escucha de vez en cuando, cuando se acomodan los goznes resecos o cae la llovizna negra del polvillo en que se va transformando el techo, por el comején, o cuando las ratas roen los muebles que quedaron encerrados en los cuartos hieráticos o cuando la argamasa reseca de las paredes se descorcha, agotada de años y agostada por el calor y la humedad. Bueno, lo cierto es que tanto Elena, como nuestra hija chica, alegraban mucho la vieja casona y se divertían de lo lindo, haciendo más ruido del que se habrá escuchado en ella en por lo menos cincuenta años.
Ni a Estela ni a mí se nos ocurrió abrir nunca las piezas clausuradas, en parte por parecernos sacrílego romper la tradición y, en parte, porque con las dos habitaciones que utilizábamos, la cocina y la sala, era suficiente espacio para nosotros y las niñas, pues si bien teníamos algunas comodidades como el juego de living y el televisor que le regalé a [27] Estela en nuestro aniversario pasado, los muebles apenas disimulaban los inmensos ambientes de casa vieja que, en realidad, eran demasiado grandes para nuestras escasas pertenencias.
No le dije nada a Estela, pero volví a sentir el casi olvidado desasosiego de otras épocas y una constante opresión en el pecho, a medida que iba creciendo nuestra hija chica, pero no le dije nada y, sin embargo, sabía que algo raro estaba ocurriendo, pues me daba la impresión de percibir una respiración profunda desplazándose dentro de las mismas paredes, agazapada tras las puertas y ventanas clausuradas, como si por entre las rendijas casi invisibles de suciedad, escapara el aliento áspero y pastoso de las piezas, tanto tiempo aisladas de la casa y de su vida cotidiana.
En realidad, al principio yo tampoco me percaté del cambio, porque después de todo, ella era una criatura como otra cualquiera, que deja sus zapatos en cualquier lado y se sabía que eran suyos por la forma que tenían y porque estaban uno aquí y el otro debajo de la mesita de la sala; o uno aquí frente al sofá y el otro a su lado, con las medias a medio metro una de la otra y de cada zapato, y cosas así, que se ven todos los días cuando se tiene una hija chica, y que a nadie llama la atención porque después de todo, esos desórdenes y rarezas son propios de las niñas. Y yo creo que ni ella notaba nada, porque seguía igual que siempre, un poco más llorona de lo que la paciencia podía soportar, a veces, un poco más cariñosa, cuando quería algo, o de balde nomás, dejando su muñeca en la sala, el portafolios de la escuela, en el zaguán, el guardapolvos en la mesa de la cocina y un cuaderno sobre la tele y la caja de lápices en la heladera, como hizo una vez y le dije a Estela cuando se enojó, bueno - ¡no es para tanto! si al fin de cuentas, ella es la hija chica... Me parece que fue Elena, su hermana mayor, quien lo supo desde el principio, pero no dijo nada, porque estaría aburrida de que nosotros no la entendiéramos y nos pusiésemos otra vez a recriminarle con eso de que porqué siempre tenía que estar en contra de su hermanita o era que no le quería luego y que era chica y no entendía todavía las cosas. A mí me parece que Elena se dio cuenta antes que nadie y no dijo nada, por eso.
Pero después el asunto se volvió más peliagudo. Ya no eran el guardapolvos, los zapatos y el portafolios los que aparecían y desaparecían por las habitaciones de uso diario en la casa y Estela empezó a llevarse cada susto que, al principio, le daba risa pero después ya no tanto, cuando empezaron a salir muñecas de tres ojos y piernas sin cuerpo recorrían en cualquier momento del día o de la noche el patio, taconeando con energía. Pero resultaba todo esto especialmente desagradable por la noche, porque uno, ya adormilado o durmiendo, a veces, se despertaba con el lógico sobresalto que corresponde al ver flotando encima de la cabeza alguna figura informe y alucinada, fosforescente en la oscuridad. Por supuesto, mi esposa y yo comenzamos a preocuparnos y le preguntamos a Elena si qué le parecía a ella que estaba ocurriendo en nuestra casa y, como hace siempre, primero nos miró de arriba y abajo y vuelta arriba, mientras de la cocina venía flotando una mano que asía el sandwich, que recién yo había preparado para cenar, y respondió, como la cosa más natural del mundo: -Tu hija chica está soñando ya otra vez -y salió al patio perseguida por dos piececitos de cartón pintado que, por las apariencias, pertenecieron alguna vez a una muñeca despedazada quien sabe dónde. Llegamos hasta nuestra hija y al despertarse nos dijo que sí, que estaba soñando precisamente eso. Todas las cosas insólitas desaparecieron y en la pieza quedó el desorden habitual de ropas y útiles escolares, que hay siempre [28] esparcidos en las casas, cuando sobra espacio o cuando se tienen hijas chicas.
Nos fuimos acostumbrando a ver cosas raras cuando nuestra hija menor dormía y la mayor se distraía, sin darle importancia a las plantas que surgían de las patas de las camas o a las cabezas que iban flotando en el aire, husmeándolo todo y hablando entre sí sin articular sonidos, y parecían de verdad y por eso fue que se asustó tanto la muchacha nueva, cuando estaba repasando la sala y encontró un cuerpo sin cabeza sentado en el sofá y unos brazos gesticulantes en el sillón de al lado. Pero se asustó tan grande, que tuvimos que pagarle el día entero y encima un taxi, porque temblaba que ni podía caminar, y eso que tratamos de explicarle que no había motivos para tener miedo, que era un sueño nomás. Lo cierto que se fue y después que nos ocurrió lo mismo con otras tres o cuatro fámulas, decidimos realizar nosotros mismos los quehaceres domésticos, aunque Elena protestó, diciendo que ella ya otra vez tenía que hacer cosas por culpa de su hermana y la otra porqué yo voy a tener la culpa y Elena vos sos la que tenés esos sueños que le asustan a la gente y la otra yo no tengo la culpa porque mis sueños le asusten a la gente.
Más adelante decidimos no salir más ni recibir a nadie. Ya por entonces la casa se había transformado en un manicomio y era de locos vernos a nosotros mismos paseando por el patio, por entre las estatuas cuyos ojos parecían seguir el movimiento de nuestros cuerpos imaginados, figuras que de pronto desaparecían tras las puertas cerradas y volvían a aparecer a nuestro lado o detrás nuestro, cubiertas de un polvillo gris, que olía a oscuridad y encerrona y que, supusimos, era el vaho existente dentro de las piezas. A veces nos encontrábamos corriendo de un lado a otro, buscando Estela mi yo real y yo buscando a la Estela real, mezclándonos tanto que, al final, no sabíamos si estábamos hablando entre nosotros o con un sueño de nosotros. Chocábamos con las imágenes y no se sabía si uno hablaba con sueños o con personas, pues unos y otras contestaban algo a las preguntas y hasta me conversaba a mí mismo y, de pronto, debía escapar dando saltos desesperados, huyendo de las grietas que se abrían de golpe en el suelo o taparme los oídos para no escuchar el ensordecedor lamento plañidero del mandolín, que sonaba todo el tiempo, y cada vez peor, porque nuestra hija chica se fue desinteresando de cualquier otra cosa que no fuera soñado y vivía durmiendo.
En un momento que estuvo despierta, cuando volvió el silencio y desaparecieron las figuras que nos venían acosando y la casa readquirió su aspecto agotado y triste y la vieja y pesada arquitectura de cariátides el mismo aire de estolidez en sus ojos vacíos, pude encontrar a Estela y le dije que llamáramos a un médico, pero ya la hija chica cabeceaba como un borracho, a pesar de los sacudones que le dábamos, y de sus oídos escaparon, aleteando, un enjambre de luciérnagas enloquecidas, acosadas por una espesa nube de libélulas que chocaban entre sí y, todas juntas, luciérnagas y libélulas, tropezaban con nosotros, queriendo metérsenos en la nariz, en los ojos, en la boca. La única tranquila seguía siendo Elena que no dejó de mirar la tele dando de tanto en tanto, uno que otro manotazo para alejar a los insectos.
¡Pero qué pasa! -exclamé asustado. Elena seguía viendo la tele cuando comenzamos a flotar con todo lo que había en la pieza y, a nuestro alrededor, las sillas, la mesa, el televisor, al que se asió con fuerza Elena para no perder un minuto de su programilla favorito y yo, pataleando cabeza abajo y mi esposa aferrada al velador que también se pone a volar. Le grito desde una esquina del techo. [29]
-Hay que despertarle a la hija, hay que despertarle a la hija- demasiado tarde. Entramos a girar en un remolino que nos acerca a su vórtice y me veo despedazado en miles de partes repetidas que se mezclan con los ladrillos de la casa, las tejas del techo, los pisos, las puertas cerradas, que son arrancadas con violencia, aumentando la furia de la tempestad e inundando el ambiente con el aliento pútrido de su encerrona, y, a través de los marcos, desencajados y pálidos, tengo tiempo de ver los rostros de los tíos y las tías sentados en sus féretros desteñidos, cubiertos de telaraña y polvillo, observándome un segundo, ojerosos e impávidos, antes de ser también absorbidos por el torbellino y ya no sé dónde están las realidades y donde las ilusiones al divisar, en el fondo del abismo, a mi hija chica que sonríe dulcemente a sus sueños de los cuales, ahora entiendo, entraremos a formar parte definitivamente.
P.S.
Ayer pasé por enfrente de la casa de nuestros vecinos y me pareció raro que la puerta cancel estuviera cerrada con el pasador de hierro, echado por fuera y un candado viejo y mohoso. No sabía que hubieran salido de viaje, a pesar que no les veía más desde hace dos o tres días. [30] [31]

Cuentos de "El Stradivarius" (2010)

 El Stradivarius 1 De niño, el atractivo principal para ir de visita a lo de la tía Petronila, era ver acuatizar el hidroavión de Aerolíneas Argentinas, en ese raudo deslizar de esquís sobre el agua de la bahía, hasta detener su avance y quedar oscilando sobre las olas de la superficie, en espera de la pequeña lancha que traslada a tierra a los pasajeros, señoras y señores que, en mi opinión de entonces, debería ser gente muy principal para poder darse el lujo de viajar en avión de Buenos Aires a Asunción. Descienden del avión a la lancha con cuidado, de a uno, con ambas manos apoyadas en la barandilla de la escalera, sin poder evitar el sobresalto causado a veces por el oleaje, muy picado si sopla el viento norte. Las damas van vestidas en colorido contraste de variados estilos de conjuntos para viaje: una en terciopelo negro y blusa de grueso crêpe de seda blanco y sombrero, otra gasta un trajecito en lanilla beige con blusa y boina marrones, aquella con un traje de chiffon de algodón y un sombrero de ala ancha, la de atrás, falda estrechas en colores claros de lana y que cubren hasta más abajo de las rodillas donde se ensancha en volado. Los caballeros, en cambio, muy sobrios en el vestir, van de traje y corbata, a veces un pañuelo en el bolsillo superior y casi todos cubierta la cabezo con un sombrero de fieltro con el que saludan a familiares y amigos que les esperan en el puerto. Es de tarde con la brisa vespertina que desde la bahía, anuncia la proximidad del crepúsculo color naranja que acaricia el edificio del club Mbigua y a uno que otro lanchón de cuyas chimeneas escapa el humo espeso de la caldera a leña, en tanto las aves oscilan recostadas contre el alto cielo azul, salpicado de nubes blancas, serenas, semejantes a navíos que quisieran reproducir el todavía agitado trajín de la hora que cruza ante mis ojos distraídos, desde el balcón alto de la casa de la tía, desde donde miro pasar el tiempo. La puerta cancel que da sobre la calle Montevideo se abre y da acceso a un breve descanso, antes de comenzar a subir las gradas, ya sin interrupción, hasta desembocar en un vestíbulo donde se encuentra un juego de mimbre, con almohadones de fundas floreadas, sobre las que solemos sentarnos a conversar con Plinio, las veces que está de visita en Asunción, porque vive en la Argentina o a mirar el álbum de fotografías, entretenimiento favorito de Ninina, una de mis primas, porque cuando me escucha llegar, Kila, su hermana, huye como de la peste, tal vez, pienso ahora, porque le molestaban las criaturas, como ocurre tantas veces con esas personas feas y sin gracia, como era ella, tan diferente a su hermana Ninina, sonriente y encantadora en su plenitud de mujer bella…¿cuántos años tendría entonces? El tiempo estalla con fuerza inusitada cuando apoyo una mano sobre el gastado picaporte de bronce que cede sin dificultad a la presión y hace que la gigantesca puerta de madera, tallada con dibujos similares a racimos de uva, se abra sin ruido para permitir mi acceso a las 45 escalones que conducen a la antesala que precede al gran ambiente y es la pieza principal, donde la tía Petronila guarda la imagen de la Virgen, dentro de un nicho, frente al cual permanece encendida una candela roja. Es una habitación grande, con muchas sillas de respaldo alto que rodean a la mesa comedor, cubierta con un mantel de ao-poí donde solíamos servirnos la merienda: de cocido hecho con azúcar quemada que cruje y despide un humo espeso y oloroso cuando cae sobre él el carbón al rojo vivo que una de las primas quita de la hornalla. Las hojas de la puerta vidriera del balcón están recogidas y las persianas entornadas, permiten ver los destellos del sol poniente de otoño, cuyos reflejos centellean sobre el agua de la bahía antes de esconderse del todo para dejar el agua, la calle y las casas, sumidas en el color desaprensivo y ceniciento que adquieren los sitios olvidados cuando se los quiere revivir, como si eso fuera posible y, sin embargo, sin apenas darme cuenta, estoy allí, con mis pantalones cortos y una camisa blanca de mangas largas, porque puede refrescar, dijo mamá, que ahora se aparta de mí y desde donde estoy, apenas percibo el cuchicheo de las señoras en la otra habitación. Estoy solo frente a la Virgen que no mira nada con sus ojos de yeso, saturados de ternura, se pierden en un paisaje desconocido de beatitud. El balcón entreabierto me llama con insistencia porque de nuevo tengo 11 años y puedo oler a cocido en la tetera de siempre, al lado de la lecherera y el canastillo de pan, con esas galletas sabrosas que derrito en el cocido con leche para tragarlas luego con fruición y casi sin masticar que la tía Petronila sabe que a mí me gustan. La brisa que llega de la bahía es fresca y al cruzar el balcón, mueve el mantel de sobre la mesa de esa enorme sala- comedor, el sitio de la casa más familiar para mí. Da al largo corredor con baranda de hierro y pasamano de madera que hace de perímetro a la profunda área de abajo al que llaman el almacén. Es allí donde se encuentran acopiados los productos que luego viajarán aguas arriba o aguas abajo a partir de la playa Casola, tan conocida para las lanchas de cabotaje comercial que con su chus chus característicos van y vienen los días de entre semana. Pese a que no me resulta desconocido, por el corredor no suelo arriesgarme con frecuencia desde aquella vez en que el tío Florencio abrió de golpe la puerta de su pieza, vestido con un largo camisón, todo blanco él, de la cabeza que luce un ponpón, a los pies, calzados en unas chinelas acolchadas, muy gastadas, que dejan ver en parte el dedo gordo del pie y la uña como pezuña que reclama la urgencia de un recorte y me preguntó a los gritos quién era yo y por qué estaba allí y siguió gritando como un energúmeno hasta que vino mamá y le apaciguó explicando que yo era su hijo. Pero el viejo siguió mascullando en contra de la falta de educación que le dan a sus hijos las madres de ahora y otras cosas desatinadas que no entendí. Claro, esa vez me asusté mucho y volví a la pieza grande - entre sollozos reprimidos, tomado de la mano de mi mamá - de donde sale la tía Petronila que clava una mirada dura en los ojos del tío Florencio quien baja la vista, sumiso y al parecer avergonzado, porque ensaya una sonrisa y sin dirigirse a nadie comenta en son de burla: - Parece que medio se asustó el chico éste de Fany - y ríe bajito, con mal disimulado sarcasmo, como suelen hacer los viejos, que de puro viejos ya son medio idos, pensé entonces y enseguida se replegó a su habitación, empujado por la fuerza emanada de los ojos de tía Petronila, que no se apartaron de él hasta que desapareció de la vista. Después de un rato, cuando ya todo volvió a la normalidad, escuché el sonido inconfundible de un violín. Una escala limpia que aún hoy mantengo viva en la memoria y puedo recordar a voluntad. Exquisita interpretación de un virtuoso, pues sólo un maestro es capaz de hacer vibrar así las rebeldes cuerdas de ese instrumento. Ya fuera de peligro, consolado, dejé de lloriquear y le pregunté a mamá si el que tocaba era el tío Florencio. - Vamos a tomar la merienda - exclamó exigente la tía Petronila. Esa fue la única respuesta que obtuvo mi pregunta. Ya al atardecer, cuando volvíamos a casa subiendo la calle Montevideo para tomar el “Merceditas”, me dijo mamá: - Es el Stradivarius del tío Florencio. 2 - Este invierno de 1709 resulta especialmente frío aún para la Lombardía - piensa Antonio mientras con pasos sigilosos atraviesa el taller todavía dormido a esa temprana hora de la mañana, la siguiente a la fiesta que de sorpresa le ofrecieron sus hijos – sonríe para sí -. Desean que me sienta mejor, después de todas estas semanas de adustez que no pude controlar…, y no es para menos. Cumplir 65 años es vivir a tiempo prestado, pero ¿quien le quita de la cabeza a Omobono que me va a poder sobornar para que le trasmita el secreto? – ríe por lo bajo, con esa risita aguda y forzada que suelen gastar los ancianos cuando ríen sin ganas, con una mezcla de cinismo, rencor, sarcasmo y avaricia, nunca se sabe si hacia ellos mismos o hacia la vida dentro de la cual, las proporciones de cada uno de sus elementos se confunden, se mezclan y hacen imposible establecer la ecuación que pudiera explicar su razón de ser. - … como si fuera posible… - termina la frase en voz baja, con esa nueva costumbre de hablar solo adquirida tiempo atrás. Una nueva manía del viejo maestro para burla de los aprendices que, en sus horas de ocio y cuando no existe la posibilidad de ser observados por Omobono, lo imitan y se ríen de él. Pese al intenso frío, el sol ya alto, brilla en el límpido cielo de Cremona y se descarga sobre la Piazza frente a la cual están ubicados la casa y el taller de Antonio Stradivarius y sobre el valle, ahora blanco, que desciende en suave pendiente hacia el río Po, escondido en el bosque de arces que se extiende hacia el norte, cuando la primavera, con un frondoso agitar de hojas y que ahora ofrece el triste paisaje de garras artríticas elevadas en inútil plegaria hacia una providencia insensible a su sufrimiento. - Se me parecen – exclama con disgusto y en voz alta, ahora que está seguro de que nadie puede escucharlo -. Elevan sus manos al igual que yo, una plegaria sin esperanza de respuesta. Se detiene sobresaltado porque el sonido de la brisa lo envuelve en el clamor olvidado de una melodía en otro tiempo conocida, que repite su nombre en el susurro inconfundible del lenguaje de las hadas. Él conoce bien esa brisa. Es suspiro y exigencia. Reclamo inconfundible de algo por cumplir, memoria exigente del olvido que regresa, no para rogar o negociar sino a cobrar cuentas morosas. - Estáis cerca del río – le susurra la brisa -, en el mismo sitio donde nos encontramos la primera vez. - Si… - responde Antonio dubitativo, para agregar luego con mayor energía y entusiasmo, como saliendo de un profundo sueño -. Sí, fue casi ¡aquí mismo! La brisa lanza una carcajada inconfundible y le obliga a sostener con una mano el sombrero de alas anchas que se colocó antes de salir, para protegerse del intenso frío de la mañana. Pese a la brisa que rodea a Antonio, puede observar que las pocas hojas adheridas a las ramas de los arces siguen inmóviles, con esa inmovilidad sólo posible en las cosas muertas. - En realidad – dice Antonio tras superar el primer sobresalto que le causó el encuentro -, sin darme cuenta, vine aquí a buscaros. - Lo se – responde el hada -. Por eso vine. Antonio lanza un suspiro que pudiera ser de satisfacción. - Os tuve olvidada mucho tiempo – dice Antonio en tono de disculpa. - Es natural - responde el hada, posada sobre una de las pocas hojas de un arce especialmente fuerte -. Me cansé de llamaros, Antonio. - Sí – acepta el anciano con la cabeza gacha -. No tengo excusas para justificar mi falta de atención para con vos. - Pese a todo cuanto me debéis – insiste el hada con el susurro helado que congela el lóbulo izquierdo de la oreja de Antonio y le hace tiritar a causa del escalofrío que le recorre el cuerpo enjuto y algo encorvado ya por los años que abriga más con el pesado sobretodo de piel que lo cubre. - Quedó tan lejos todo aquello…, corría el año de 1665. Yo era joven, fuerte, ambicioso – murmura cabizbajo - ¿Quién iba a pensar entonces en la necesidad de recurrir de nuevo al hada del bosque?¿Quién iba a pensar que sería un viejo? Desde hace años soy conocido de reyes y emperadores, me carteo con Antonio Vivaldi, con Teleman, con Pergolesi, con Juan Sebastián Bach, son los compositores más renombrados de esta época, soy adulado por intérpretes magníficos y destacados virtuosos por la belleza y calidad del timbre distintivo de los instrumentos que fabrico, por la perfección de sus detalles y las órdenes de trabajo sobrepasan la capacidad de mi taller al que llegan embajada tras embajada de los reyes de toda Europa a encargarme, ¡que digo!, a rogarme la fabricación de piezas musicales. En 1.682 el rey de Inglaterra solicita un quinteto completo, en 1.688 es Carlos II, rey de España, quien hace el reclamo. En 1.690 el Gran Duque de Toscana, Cósme II de Médici por poco viene él mismo a solicitar “de vuestra magnificencia el honor de elaborar para este ducado la importante serie de instrumentos”, me escribe de puño y letra; un poco más tarde el rey de Polonia, Augusto, me encarga para su orquesta, la construcción de doce violines. - Ahora mismo, a duras penas doy a vasto, con mi pequeño taller, para satisfacer el deseo de los poderosos. Superé en mucho a mi maestro Niccolò Amati alguna vez considerado insuperable pero ahora…, ahora todo es diferente. Niccolò está muerto, Hierónymus es mediocre, la famiglia Guarnieri no me llega ni a los tobillos y nadie, nadie en realidad, pretende fabricar un violín mejor a los elaborados por los stradivari – al hablar, Antonio eleva el tono de su voz hasta concluir las últimas frases casi a los gritos. Vuelve a caminar seguido por la brisa insidiosa que sin intención de abandonarlo, lo circunda igual a un moscardón molesto que repite el zumbido exasperante de su escarnio: - ¿Me estáis buscando, maestro? ¿Tenéis algo que solicitar de mí? Hace años, cuando erais apenas un mozalbete vine en vuestra ayuda, pero después de habérosla dado, olvidasteis mi existencia. Qué ingratitud, Antonio. Y qué soberbio os habéis vuelto. - Estuve muy ocupado en trabajar las obras de arte que me entonces me enseñasteis a crear – mira a su alrededor con desconfianza, para estar seguro de que nadie lo pueda oír -. En cada una un poco de tu vida, dijisteis -. La mezcla para hacer la cola, la composición del barniz, con esa pizca de sangre humana, la curvatura casi imperceptible en el diapasón, el mínimo desvío del puente que se aparta apenas del eje del cordal y la secreta relación amorosa entre la voluta, el mango y el alma, esa maravillosa trilogía que asegura la convexidad áurea de la tapa; el todo igual a cualquier otro instrumento y sin embargo, distinto, único…Lo sé, hada, lo sé. Os lo debo todo y sin embargo, actué con ingratitud, pero estoy dispuesto a compensaros con lo que pidáis, pero…, miradme: estoy viejo y achacoso. - Sin embargo, una vez más, vais a pedir algo – y agrega la brisa en un susurro -. Decid pues: ¿qué queréis? - Tengo miedo a la vejez y más miedo, a la muerte. 3 No se si a todos les ha de ocurrir lo mismo a los 40, a los 50, pero al alcanzar los 65 años, por alguna razón que no me explico, pareciera que se necesita volver al pasado, tal vez para recuperar algo de esos túmulos dispersos donde persisten restos de fe e ilusiones, ese mundo de la infancia, de la adolescencia, de la juventud, que repentinamente se descubren agostadas y ausentes, perdidas en un océano de acontecimientos que a lo mucho, no hicieron otra cosa que acumular años, grasa, canas y arrugas y cuya importancia, el verlo así vasto y deshabitado, mueve a escarbar en la realidad yaciente, enterrada con la propia vida que se dejó al transitar su camino. Este es un preámbulo necesario para explicar – o tratar de explicar –, la razón de ser de este relato un tanto traído de los pelos, lo reconozco, pues no es lo que en un principio me propuse narrar. Es algo que me sucede desde hace tiempo y cada vez con mayor frecuencia: pienso en algo que elaboro en la mente y acabo por escribir otra cosa, relacionada a la idea primigenia, es cierto, pero otra cosa. ¿Dónde me quedé…? Ah, sí, claro, hablo de los 65 años como si fueran nada más que 30 o a lo más 40 y sin embargo, sé perfectamente que lo hago para esquivar, una vez más, la responsabilidad de presentar las cosas tal cual ocurrieron o, al menos, a mi me pareció que ocurrieron así, pues las imágenes se confunden y tras un breve resplandor, vuelven de nuevo a esa penumbra de donde no se las puede apartar con facilidad, ese ambiente propio de los fantasmas del pasado que persisten allí para incomodarlo a uno, que tiene ganas de escribir – cosa que tampoco dura mucho, últimamente. Lo cierto es que a medida que se envejece, las cosas pierden su realidad y se transforman en dibujos sin relieve, parecidos a esos con que los niños embadurnan sus cuadernos para crear caricaturas de las casas y surgen puertas, ventanas, techos, chimeneas, humo, nubes, resultado de la imaginación de cada uno de ellos y de su mayor o menor habilidad para el dibujo, fachadas de lo que no existe, meras proyecciones de lo que fue concreto y palpable como la casa de Pepe, la de Pipe, el negocio de los tíos de Carlitos, el árbol de mango en casa de don Ramón, el papá de Rosaurora y hasta el gigantesco vapurú, casi llegando a la esquina de Caballero y Teniente Fariña, al lado de la casa de Papilo y cuya raíz enorme sobresalía de la vereda, a la que mantenía cubierta de frutitas negras que, al ser pisadas, despedían un olor dulzón y empalagoso. Pero alguna vez, Pepe, Pipe, Carlitos, don Ramón, Papilo y yo, vivíamos cada uno con sus padres o encargados, como decían en esos días las notas remitidas desde la escuela, cada uno en su casa, con el perro, con la criadita y todo eso entonces, era real. Normal. No podía ser de otra manera. Con el transcurrir del tiempo, todo se desdibuja para perder su significado y ofrecer el aspecto anodino y desleído de cartones pintados, sin vida, mamarrachos bastardas de nada, porque allí donde están, tampoco hay nada. Hasta los olores familiares carecen de presencia física en el juego perverso de la memoria obnubilada de tiempo. Procura revivir aromas extintos de jazmines y azahares, el olor característico entre espeso y dulzón del agua de la bahía, conformado de aceite, cochura de galleta de la panadería cercana y la catinga penetrante de los changadores que ya no están porque se volvieron sombras y trajinan dentro de uno, vestidos con las ropas fuera de moda y hasta ridículas de entonces, si se las mira con ojos de hoy. Es difícil sacudir esa sensación, empecinada en dar vueltas alrededor de uno. A veces hasta consigue desplazar la realidad de esa edad que uno tiene hoy para dar paso a la desenfrenada tentación de meterse por las grietas que se anuncian en las gruesas rajaduras de casas semi derruidas, hartas de soportar su presencia en esta vida, muy parecidas a esos ancianos encorvados y tenaces que se niegan a soltar el piolín del tiempo que les resta, cada uno asga con sus manos sarmentosas de cadáveres irredentos que ya son aunque sigan implacables poseídos de su mezquindad, de su persistente maldad de siempre, de su codicia, sin ver ni querer ver otra cosa fuera de ese momento que alientan, seguros de estar vivos, seguros de encontrarse de este lado, todavía. A mi me espantan los viejos y las casas viejas porque yo también me interné en el sendero sin retorno que transitan, sólo que desde hace más tiempo y quizás, nada más que quizás, sin ser concientes de la horrorosa inutilidad de su absurdo. 4 - Le tengo miedo a la vejez y más miedo, a la muerte – Antonio se expresa en un tono de voz cortada por la angustia. Cae sobre el valle, de pastos resecos y árboles de ramas agarrotadas de frío, una calma extraña, compuesta de silencios tan breves como pausas de eternidad. Después, el hada vuelve a usar su lenguaje de viento para contestar con ira contenida: - Cuán atrevido os habéis vuelto, Antonio ¿me pedís la inmortalidad? ¿me pedís la vida eterna? - Sí – responde el anciano, enfático y tembloroso -. Os daré lo que me pidáis a cambio – a sus palabras sigue la ráfaga burlona de una carcajada. - ¿Qué puede darme a mí un pedazo de carne que ya huele a muerto? - Algo habrá que queráis. Zumbido. - Cualquier cosa – agrega Antonio con la voz quebrada en un sollozo, mientras estruja entre sí los dedos de sus hermosas manos. - Tal vez – contesta la brisa -, os pueda satisfacer en esa inmortalidad que pretendéis…, pero no sé si será suficiente castigo a vuestra insolencia. - ¿Castigo? Pero ¿qué decís? ¿Castigo la eternidad? Que sandez en vuestra boca. - Avanzad hasta el río congelado. Allí atrapado, veréis un tronco de arce. Tomad de él lo que sea necesario para construir un violín, nada más. Uno sólo. Llevad el material a vuestro taller y fabricad allí, sin ayuda de nadie, sin que nadie os vea, sin que ninguno de vuestros aprendices llegue a tocarlo, un violín. - Sí, sí – exclama extasiado Antonio -. Nadie tocará nada. Yo mismo prepararé la cola y el barniz, recurriré a la gubia, el martillo y el punzón como cuando era aprendiz. Hasta las cuerdas las prepararé yo, solamente yo, tal cual me indicáis. Nadie más participará en la elaboración del instrumento, lo juro por Nuestro Señor. - No blasfeméis, Antonio – responde el espeso zumbido que penetra en sus oídos y le obliga a cubrirlos con ambas manos -. Esto es entre vos y yo. Aún podéis retroceder. - No – exclama Antonio, presa de frenesí -. Quiero la vida eterna. - La tendréis – contesta el hada -, si es vuestro deseo. La tendréis en el instrumento que vais a construir. En él usaréis vuestra propia sangre y dejaréis en la cámara del medio vuestra alma, que desde entonces permanecerá en la eternidad. Un violín mágico que podréis hacer aparecer y desaparecer a voluntad. Podréis elegir a los propietarios quienes al igual que vos, entrarán a formar parte de esa inmortalidad que pretendéis y os acompañarán por siempre. - ¡Cómo! ¿qué clase de eternidad es la que debo compartir con otros? Yo quiero la inmortalidad, no quiero morir. - No seáis necio, Antonio ¿cómo podéis pretender eternidad en la materia? Será vuestra alma, conciente de sí misma y de vuestra locura la que persistirá en el violín encantado. Vuestros elegidos os acompañarán involuntariamente -. Un remolino de carcajadas levanta algunos copos de nieve del suelo - Elegidlos bien, no vayan a martirizaros por tu loca pretensión que también los condena a ellos –. Otro remolino a causa del viento furioso que sopla con intensidad creciente -. Es cuanto puedo ofreceros, Antonio. Adiós. - Esperad – grita Antonio inseguro -. Esperad. La brisa cesa tan sorpresiva cual fue si inicio. 5 Mi parentela, Casola, numerosos tíos y tías, primos y primas de apellidos entrecruzados, nunca pudieron ocultar la peculiaridad de ser, en mi opinión y para usar un eufemismo cariñoso, excéntricos y, hasta donde recuerdo, el tío Ángel, para mí el más centrado de todos, tampoco escapó de esa peculiar manera de ser. Cuando estaban juntos, en los cumpleaños de alguien, primero y en los velorios después, al observarlos con mis ojos niños primero y de adulto después, nunca pude sustraerme de la impresión que me causaba el ver su manera peculiar de mover las cabeza y esa entonación que dan a las frases al hablar, la cual, sin importar el orden de prioridad del apellido Casola, es muy fácil de identificar a los miembros de la familia Casola. La vieja casona de la playa se demolió hace mucho tiempo, después que murieron la tía Petronila y poco después el tío Florencio, ya entonces convertido para mí, adolescente, en un personaje mítico del cual, al escarbar con cuidado vida y milagros, me significó descubrir muchas cosas acerca de él, pero muy pocas relacionadas al hecho de que poseyera un carísimo Stradivarius. Supe que tenía un hijo al que nunca veía, supe que era afecto a la música y ejecutaba varios instrumentos y pese a las invitaciones que recibió en su juventud, nunca se aplicó profesionalmente a la música y solo, encerrado en su cuarto, su arte escurría por debajo de las rendijas de la puerta y la ventada que lo aislaron del mundo. La música ejecutada por él era maravillosa, por un lado debido a su virtuosismo y por otro, a la innegable nobleza del violín al que sabía arrancar conciertos de Vivaldi, Pregolesi, Boccherini, Gretry, Couperin y Mozart, a los que identifiqué a medida que mis conocimientos musicales se volvieron más amplios con el estudio. Pese a mi curiosidad centrada en el tío Florencio, nunca pude mantener con él una conversación razonable, sencillamente porque su negativa a habar con nadie. La última vez que lo vi fue al retirar el viejo piano vertical alemán Augusto Dassel con destino a casa, comprado por papá, cuando consideró que tomaba en serio las lecciones de doña Cándida, la directora del Instituto Chopin y pudiera seguir mis ya avanzados estudios. Recuerdo que entonces el tío vestía su camisón de dormir, incluido el ponpón en la cabeza, pese a ser bien entrada la mañana y les llenó de improperios a los changadores que luchaban contra la empinada escalera, el enorme peso del piano, los gritos destemplados del tío Florencio y los gestos de mamá, que quería apaciguar a los trabajadores, que en un momento casi reaccionaron contra el gratuito agresor. Crecí. Mamá enfermó y murió. La tía Petronila murió en el año 1961 y desde entonces no volví a visitar la vieja casona de la playa Casola, que después del fallecimiento, en circunstancias extrañas del tío Florencio, pasó a manos de los herederos que, para terminar los conflictos habituales cuando hay algo por heredar, acabaron por venderla y algún tiempo después fue demolida para convertir el área en playa de atraque de vapores de cabotaje de poco calado, como fueron siempre los que comerciaban con los Casola. De a poco se olvidó este nombre y se la conoce ahora como playa Montevideo. Nunca supe nada más del Stradivarius del tío Florencio y supuse que como las demás cosas y el propio edificio, pasó a otras manos, para que los herederos dispusieran de dinero, que resulta más convincente que un violín viejo y se puede repartir con mayor facilidad. A veces le abraza a uno la impresión de vivir un tiempo detenido, desenvuelto en la abstracción del retorno al pasado, es cuando se siente capaz de recuperar sonidos e imágenes perdidos en la memoria, con claridad y presencia tal, que se integran al presente y se participa de ellos como observador pasivo e invisible a través esa resquebrajadura, sin capacidad de influir en esas sombras fantasmas. El golpe seco de una puerta que se cierra con una ráfaga de viento, puede ser suficiente para liberar la imaginación desbocada, incontenible, igual a un drogadicto al quien le resulta imposible eludir el delirio que se apodera de él. A veces es divertido, otras, hasta resulta humillante estar ahí, en medio de situaciones cuyos desenlace son conocidos, porque claro, le ocurrieron a uno en el pasado y sin embargo, al concluir el paseo, no se puede sino permanecer absorto en la melancolía que causan esas proyecciones cuando se adueñan, tan vívidamente de la realidad, que se convierten en la realidad misma. Por otro lado, todos sabemos que los muertos ven la vida deformada y quienes cuando encarnados eran malignos, lo siguen siendo después, con el agravante de creer que aún están vivos y con capacidad de influir en la vida, sin percatarse de su condición vibrátil de recuerdos en donde toda su maldad no es otra cosa sino las ondas que les sobreviven y los muertos son ellos sin serlo quienes encuentran la manera de adueñarse de quienes ocupan su lugar al otro lado del umbral, convencidos de satisfacer ese anhelo persistente que no pueden superar en su condición de almas irredentas ni les va a ser posible superar ahora que están muertos. Se aferran, se aposentan, renuevan su maldad, hieren con saña a los otros sin sentido de mesura, pues al carecer de vida, ya no manejan esas fronteras impuestas por la necesidad de disimular emociones y rencores. Están solos en la soledad de su muerte, libres del equilibrio a que obliga la vida y realizan sin retaceos todo cuanto alguna vez quisieron hacer. Buscan venganza para el dolor padecido, la locura que los manejó, las alucinaciones que tuvieron y hasta para su propia muerte, como otra farsa de la que se apropian solamente para atormentar a los vivos, ajenos a cualquier sentimiento, los muertos son meros idiotas de la nada. En algunos casos, hasta se apoderan de un cuerpo, en otros casos de una conciencia y en más raras ocasiones, los muertos sufren de una metástasis tal, que les permite integrar a su destino a un ser que, por alguna razón, les interesa. La única condición es que esté también muerto. 6 Al principio adjudicaron el encierro del maestro Antonio a una más de esas excentricidades que se apoderaron de él en los últimos años, decían con cierto regocijo no carente de escarnio que sin pasar desapercibido a Omobono, tampoco consideró motivo para recriminar a los obreros del taller ya que él mismo era incapaz de contener la risa ante las ocurrencias del viejo luthier. Sin embargo, después de quince días de encerrado en su habitación de donde echó a su esposa que al no serle permitido dormir en el lecho conyugal, primero se sintió despechada para luego comenzar a preocuparse en serio. Antonio se desentendió por completo de los negocios inmobiliarios y del taller. No comía y al parecer, tampoco dormía, pues ni bien la temprana oscuridad del invierno se espesa, el brillo inconfundible de las candelas tiembla a través de las rendijas de la puerta de su dormitorio sobre el corredor y de la pequeña ventana que da sobre la Piazza San Domenico y cuando la familia, al acabar la jornada se reúne a cenar, calentados por el acogedor fuego del hogar, Antonio continua encerrado en su habitación solo, indiferente al paso del tiempo. Una que vez salió a exigir algunas herramientas del taller y más velas, después de casi ocho días de permanecer en su cautiverio. El aspecto de su marido sobresaltó tanto a donna Antonia como a sus hijos, que en ese momento compartían la cena. Los ojos de Antonio, desorbitados, brillan sin vida rodeados de profundas ojeras. La barba crecida, la ropa sucia y maloliente, el cabello hirsuto le cae sobre la frente y hasta el elegante bigote y la barba que gasta se convirtieron en una maraña de pelos revueltos que transmite a sus facciones, en general nobles y algo taciturnas, el aspecto bárbaro y grotesco de un animal amenazado. - Lo voy a conseguir…,¡eternidad! ¡eternidad! – masculla una y otra vez y cuando lo quisieron detener, se puso tan violento que al final Omobono exclamó: - Déjenlo, nuestro padre debe saber lo que hace –. Antonio tomó lo necesario y volvió a encerrarse en su habitación donde había todo lo necesario para fabricar el violín que de a poco adquiere forma bajo sus bellas manos laboriosas. Usó el trozo de arce para el fondo, los lados, el mástil, la cejilla y el puente, en la tapa abetos y las partes interiores, sauce y preparó sobre la mesa para detalle final, piezas de nácar, marfil y ébano para incrustarlos a los lados, alas clavijas y a la cejilla. - Está casi concluido –. Toma con una mano el violín y lo mira a la luz de un sol que desde el cielo límpido derrama su claridad diáfana, casi olvidada en esos días y por un instante, en un destello fugaz, pareciera ocurrir una transmutación espiritual entre el creador y su obra –. Sólo falta aplicar el barniz – dice a modo de invocación -, mezclado adecuadamente con mi sangre y entonces, por fin, el hada estará obligada a concederme la eternidad. Confío en ella. Cumplió una vez, ahora lo hará también – y enseguida lanza una risotada que hace temblar la casa y sobresalta a sus habitantes con a causa de esa risa que les suena lunática, ajena a este mundo. Se santiguan y al mirar a través de la ventana, notan que el hermoso cielo de un momento atrás, luce plomizo y comienza de nuevo a nevar. Cuando entran al cuarto unos días después, hallan a Antonio agonizante a causa de la pérdida de sangre ocasionada por la profunda herida que se causó al clavar su daga muy cerca del corazón. En el piso, el charco coagulado despide ese olor repelente que les hizo forzar la puerta y envuelve el cuerpo del maestro, sofocado en su respiración agónica. Sobre la mesa descansa un violín casi etéreo en su hermosura, con la inscripción: Antonius Stradivarius cremonensis faciebat anno 1709, resplandeciente a la luz de las candelas, como si la vida del hombre exhausto caído en el suelo, se hubiera traspasado a él. Las llamas tiemblan sobre la suave lámina de barniz que lo cubre. Nunca Omobono había visto algo ni remotamente parecido dentro de la inmensa cantidad de instrumentos musicales creados por su padre. Algo simplemente indescriptible. La perfección de sus líneas, la tensión de las cuerdas, las clavijas, que parecen vibrar pese a estar inmóviles, el conjunto del que emana una energía vital inexplicable, hizo que Omobono fuera incapaz de reprimir por más tiempo la emoción y se echó a llorar a causa del desconsuelo que despierta siempre la conciencia de la perfección. 7 No escuché ningún ruido, pero al llegar a puerta del vestíbulo, los vi a todos sentados a la mesa del comedor: la tía Petronila, el tío Florencio, Kila, el tío Jerónimo, el abuelo Quintín, mi mamá, el tío Ángel y algunas personas más a las que no pude identificar, aunque sin duda son parte de la familia, por estar adherido a ellos los rasgos y gestos que hacen con la cabeza y el murmullo que asciende una octava para enseguida bajar otras dos. También estoy yo, sentado de espaldas al vestíbulo, enfrentado al grupo que me observa con sus ojos encerrados por las grandes ojeras que los contorna y destacan sobre la piel blanca y pálida de sus rostros coronados con cabellos de distinto largor y grado de canosidad, peinados de manera novedosa algunos, como el tío Jerónimo, con el cabello partido en la mitad del cráneo o mamá luciendo el eterno rodete que le identifica en mis recuerdos, la tía Petronila con el pelo estirado hacia atrás, el tío Ángel bien peinado y el bigote recién arreglado, eso era evidente, Kila despeinada. Falta Ninina, que desde luego no puede estar y a la que no veo desde hace añares. La recuerdo con un pícaro flequillo sobre la alta y noble frente bajo cuyas cejas resplandecen sus hermosos ojos negros. Su presencia, por seguir viva, le quitaría al ambiente ese aire de irrealidad desconcertante y sin absurdo, donde los presentes no me miran a mí, el anciano de 65 años que tras subir con gran esfuerzo los escalones de mármol gastados recupera el aliento, sino al niño sentado frente a ellos, que soy yo, también muerto, porque ¿puede haber acaso algo más muerto que un niño de once años contenido dentro de un hombre de 65? El que ni siquiera perciban mi presencia y la atención con que miran al chico me produce tal desasosiego que no sé qué hacer, pues a fuer de sincero, es preciso señalar para dejar claro, todos ellos, los presentes en esa reunión de familia, murieron hace un tiempo enorme. 8 Il prete rosso me dedicó este poeta cuando le hice llegar el violín que construí guiado por mi hada buena – explica Antonio a su cura confesor -. Le pareció maravilloso y lo es… El poema es hermoso y lo aprendí de memoria. Escucha: L'Inverno Aggiacciato tremar trà nevi algenti Al Severo Spirar d' orrido Vento, Correr battendo i piedi ogni momento; E pel Soverchio gel batter i denti; Passar al foco i di quieti e contenti Mentre la pioggia fuor bagna ben cento Caminar Sopra il giaccio, e à passo lento Per timor di cader gersene intenti; Gir forte Sdruzziolar, cader à terra Di nuove ir Sopra 'l giaccio e correr forte Sin ch' il giaccio si rompe, e si disserra; Sentir uscir dalle ferrate porte Sirocco Borea, e tutti i Venti in guerra Quest' é 'l verno, mà tal, che gioia apporte. - Le escribí una carta, excusando la tardanza por entregar el instrumento, mira, aquí está: Cremona 12 Agosto 1708 Os ruego perdonéis el retraso con el violín, ocasionado por el barnizado de los crujidos grandes, que el sol no puede re-abrirlos. Sin embargo, vuestra excelencia recibirá a cambio otro instrumento recién concluido, con su estuche. Siento no poder hacer más para serviros, pero estoy seguro que este violín satisfará vuestras necesidades de precisión y rotundez. Por mi trabajo, por favor enviadme un filippo. Es cierto que vale más, pero para mí, el placer de serviros y el significado de este instrumento hacen que me satisfaga con esa suma que consideraréis irrisoria, como buen conocedor que sois de los violines. Habéis sido muy atento al dedicarme la poesía que me llegó con vuestra última carta y forma parte de Il Cimento dell'Armonia e de l'Inventione. Muy apropiado, si consideramos las circunstancias que dieron origen a este violín que paso a vuestras manos. Si yo puedo hacer algo más por vos, os ruego me lo ordenéis y besando vuestra mano quedo de su Excelencia, su más fiel servidor Antonio Stradivari. 9 El violín semeja un cuerpo yerto, con el arco al costado único brazo extendido y el conjunto, una vida consumida que reposa inerte, al lado del féretro que pronto lo irá a cobijar. Su interior vacío de cuanto que alguna vez fue vida y sonidos. Las clavijas, ojos sin vida, permanecen fijos en el vacío silencioso de su mundo quieto, mudo, sin esperanzas. Las cuerdas se prolongan y crean una pequeña panza inmóvil en el puente, para acabar en la curva sin piernas del cuerpo que albergó tanta melodía. Apenas acabo de deletrear con dificultad la inscripción cuando brota del violín su voz fascinante, robusta, nítida en los tonos agudos tanto como en los medios y en los graves, en obvia superioridad del instrumento sobre esa estática realidad de fantasmas y se desata y gira a mi rededor. Me envuelve el deslumbrante pentagrama en un juego de escalas cromáticas donde las corcheas, las fusas y las semifusas burlan y escapan de la prisión de las 5 líneas, para crear un fraseo tras otro en la sucesión que caracteriza al invierno de “Las cuatro estaciones” de Vivaldi, que nace con un allegro non molto para enseguida convertirse en el lento que precede al allegro final de la pieza magnífica, el cuerpo melodioso del concierto, donde al acompañamiento repetido, quiebra con vehemencia inesperada el acento ingenioso de un fraseo para construir un juego a dos voces reiteradas y sostenidas que aunque siga inmóvil, mana de las cuerdas del Stradivarius del tío Florencio desde la mesa del comedor, alrededor de la cual está sentada la parentela. La música está allí mientras observan al niño sentado frente a ellos y yo los observo a todos, absorto en la inexplicable situación a que me obliga lo insólito de esa puesta en escena sin sentido. Hay un miedo que se acumula arrebujado en las horas que deja vacío el día y crece, canceroso y mortal, dentro de los recovecos de las horas y los silencios de las palabras, detrás de las recovas negras y sombrías que aguardan amenazantes, ocultas en la alegría engañosa de la que nos alimentamos para aplacar el hambre cada vez más urgente del miedo. Desciendo las gradas de mármol gastado a toda prisa, temeroso de ser alcanzado por su desvanecer y acabar consumido por las sombras acumuladas a mi espalda, a las que siento como presencia amenazadora, furiosa a causa del despoje de que son víctima al huir yo con el tesoro escondido en ella pues en pos de él se deshace y desaparece la circunstancia fantástica que abrió ante mí su misterio para cobijarme, con el solo objeto, lo comprendo ahora, de recibir el violín, que encerrado en su estuche, sostengo firme en una mano mientras la otra, trémula, resbala sobre el pasamanos gastado de la baranda de hierro que se desliza del lado opuesto a la pared. 10 Desmenuzo el tiempo transcurrido sin encontrar nada muy diferente al ayer, pese a que hasta hoy transcurrieron 20 años y en ese ínterin, me informé acerca del instrumento y su creador y, como soy algo obsesivo con las cosas que emprendo, gasté mucho dinero y tiempo en la búsqueda de algún dato que me permitiera, en primer lugar, aprender algo acerca de ese violín tan particular y en segundo y tal vez el más importante, el por qué vino a parar en mis manos. Lo cierto es que fuera de la información científica y conjeturas, no pude por mucho tiempo, descubrir nada esencial o extraordinario. Supe, por ejemplo que en la Mid Sweden University (Mittuniversitetet) de Suecia, un grupo de investigadores utiliza la tecnología moderna para tratar de descubrir los secretos de estos violines, pero con los resultados obtenidos hasta el momento, comenta un artículo, "no es posible reproducir los violines Stradivarius de manera exacta, desde el momento en que la madera con que están hechos es un material vivo con grandes variaciones naturales”, conclusión por demás ingenua, me parece. Por otro lado, me enteré también que los profesores Tinnsten y Carlsson, investigan la posibilidad de copiar los violines Stradivarius con ayuda de la tecnología moderna facilitada por potentes computadoras, para así crear un violín que posea las mismas propiedades acústicas que los Stradivarius. Este trabajo que avanza por etapas, dedica la primera a la realización de cálculos relativos a la parte superior del violín, dicen que "con la ayuda de los métodos de optimización matemáticos más avanzados, podemos determinar qué forma debería tener la parte superior de un violín para lograr las mismas propiedades que un Stradivarius genuino" y agrega el articulista, una opinión personal que para mí es bastante obvia y consiste en que “la razón de por qué no es posible simplemente copiar la forma exacta de esa parte del violín, o todo él por completo, es que no sólo se trata de una cuestión de forma, sino también del material de construcción, madera de un tipo particular, sin olvidar que tiene trescientos años de edad”. En otra oportunidad me enteré que un equipo de científicos estadounidenses “demostró que parte del secreto se esconde en los productos químicos creados por los maestros fabricantes de violines, que en su día trataron a la madera, pues éstos no aparecían en los instrumentos fabricados en Londres o París por sus colegas contemporáneos, ni tampoco en los instrumentos realizados actualmente”. Para poder analizar la composición de los delicados instrumentos, “los científicos del departamento de Bioquímica de la Universidad de Texas utilizaron una resonancia magnética y un espectroscopio de infrarrojos”. Según los investigadores, estas diferencias, motivadas en gran parte por las distintas técnicas de preservación de la madera, fueron las que afectaron a las propiedades acústicas y mecánicas de los instrumentos. Para desvelar el misterio de estos violines y sobre todo, para poder fabricar hoy en día otros exactamente iguales, habrá que conocer mejor la química del proceso. Por lo tanto, la constitución y estabilidad de la madera, dicen, tienen una gran influencia en el sonido del instrumento y de ahí la importancia de analizar todos sus componentes para intentar conseguir una réplica exacta siendo “uno de los misterios de estos violines, su forma de fabricación, puesto que pese a los múltiples intentos a lo largo de los siglos, todavía no se ha conseguido fabricar otro con una acústica exactamente igual”. En medio de esas banalidades, el río de la vida derrubió sin misericordia mis riberas y al final me quedé solo dentro de esta casa vetusta donde vivo, con su revoque de paredes desprendido y el cielorraso que cada tanto abre un boquete y permite observar las telarañas que se formaron entre esos trozos de lona enyesados, sostenidos en sus montantes de madera deslustrada que alguna vez fueron elegantes y vistosos. Su ruina empieza por uno de los vértices que se desprende y cuelga una punta dejando caer sobre el piso, sobre la mesa, si no sobre mi cabeza, ese montón de tiempo escondido entre el cielorraso y los tirantes, alfajías y tejuelas del techo, en donde uno piensa que sólo debería habitar el aliento de la casa que, como en mi niñez, me vuelve a parecer enorme. Es cierto, quedan los fantasmas. Todas las casas viejas tienen fantasmas. Ninguna puede escapar a ese destino. Los cobija hasta ser demolidas y sobre sus escombros se construyen nuevos edificios y los fantasmas que le son propios, acaban por extinguirse con ellas. Ya no se mudan a la construcción que va encima de los escombros y simplemente, se esfuman en la nada a la que pertenecen. Hay ciento de pruebas y casos diseminados en historias y relatos, cuentos y novelas, que certifican lo que acabo de afirmar y nadie con una pizca de sensibilidad, escapa a la extraña sensación que se apodera de uno ni bien traspasa el umbral de las casas encantadas, entre cuyas paredes la comedia humana tuvo oportunidad de desenvolverse en los variados matices que le caracterizan, siendo el más destacado de ellos el que se mantiene como dueño y patrón de los demás, que a veces se ocultan en sus recovas, sigilosas, otras, aprovechan ciertas coyunturas de la vida presente para ocupar provisoriamente el centro de importancia que en realidad no le es propio, porque el patrón domina todas las circunstancias, sólo que a veces, debido a las vibraciones que se adueñan de la casa, le obligan a apartarse, a ocultarse en realidad, pues el presente puede ser dañino a su condición. Con Antonio alcanzamos cierto grado de afinidad difícil de explicar. Cada vez nos escribimos con mayor frecuencia, tal vez porque a medida que uno envejece se parece más y más a cualquier otro viejo de cualquier otra época. Supongo que esta correspondencia epistolar irá a valer algo y servirá para explicar tanto su angustia como la de quienes la compartimos con él y es probable que mis descendientes, hartos de verme estar, de verme morir de a poco, sin entusiasmo, al final exclamen con satisfacción: - Pero, ¡mirá lo que se tenía guardado el abuelo! El Stradivarius y estos papeles viejos ¡valen oro!, porque si no lo llegan a valer, estoy seguro de que van a recibir el mismo tratamiento que los otros que guardé con cariño durante tantos años, debido a mi esperanza de alguna vez ser recordado como escritor. Estoy seguro que los harán desaparecer, pues ¿a quién le sirve un archivo maloliente una vez muerto el viejo maniático que lo cobijó? 11 El duelo sale ceremonioso de la casa después que la noche hubo caído y tras la lectura de unas palabras de elogio al difunto enviadas por su antiguo amigo, el prete rosso. El texto lo ataron con cinta negra, para ser enseguida colocado dentro del ataúd, entre los dedos rígidos del muerto. El cortejo, con los acompañantes vestidos de negro, forma dos filas donde los primeros de cada una de ellas portan sendas hachas fúnebres y farolitos blancos de papel para resguardar del viento la llama de las velas. El féretro va sobre una mesa cubierta con un largo terciopelo negro tachonado con estrellas doradas y plateadas, que cubre a los peones que la portan. Caminan sin prisa en dirección a la iglesia en cuyo patio se encuentra el cementerio y cada esquina es una estación donde el sacerdote ora, coreado por el séquito. Los pocos transeúntes saludan el paso del féretro descubriéndose los hombres, persignándose las mujeres. El cementerio está a la vista y oigo el tañer de las campanas que doblan a difunto. Despierto asustado. Miro a mi alrededor con la respiración agitada, hasta cerciorarme que estoy en mi pieza y en mi cama . Enciendo el velador y me tranquilizo del todo. El violín descansa en su sitio. No soy aficionado a él, prefiero el piano, pues me resulta un instrumento musical más sobrio y tolerante, menos dado a quisquillosidades y aullidos histéricos al menor error del ejecutante, pero ya que me fue dado, lo guardo sin cariño pero con respeto. Temeroso de su despertar, lo acaricio cada noche con dedos lánguidos y percibo la frialdad del cuerpo desnudo que descansa, ya no en el viejo estuche, sino sobre el suave terciopelo del féretro, que guardo en mi dormitorio junto al ropero de espejo biselado que heredé de mamá, desde que lo compré para mi uso personal, hace ya varios años, del remate que hizo una funeraria en quiebra y que ocuparé, en reemplazo del violín, cuando después de muerto, me integre al Stradivrius, donde me esperan todos aquellos a los que Antonio, por algún motivo, consideró compañía interesante para compartir su eternidad.   EL INVIERNO Tremor helado entre las nieves frías al soplido duro del horrible viento, preciso es mover los pies cada momento castañeo de dientes en la boca mía. Ante el hogar alegre los quietos días Sin importar la lluvia que baña a ciento; andar sobre hielo a paso lento por miedo a consumir las energías. Correr y resbalar y caer a tierra, y de nuevo sobre el hielo ir a zancadas hasta que reacio ceda a la porfía. aullando tras las puertas bien cerradas Es invierno pero da tanta alegría. (Traducción libre) EL MUERTO Al abrir la puerta y verlo, supe que estaba muerto. El ave, grande y silenciosa, envuelta en su soledad profunda, me recibió posada a un costado del cuerpo. Fue entonces, al desplegar sus alas, cuando comenzaron a fluir las imágenes y los recuerdos en la monótona cadencia reiterada de ir hasta el final para volver a comenzar de nuevo. Se agolparon las emociones. Se mezclaron las imágenes y acabó por extinguirse la conciencia de alegrías y tristezas, de sueños y esperanzas. Sólo persiste el miedo. No es fácil ver muerto a quien pocas horas atrás se trató con familiaridad y aceptar que cuanto constituyó una vida, acabe convertido en ese cuerpo, casi obsceno en su indefensión y alrededor del cual se presiente, invisible, la fuerza desesperada y tenaz que durante tanto tiempo lo mantuvo vivo. Yacía atravesado en la cama, dueño de esa quietud irremediable que sólo alcanzan los muertos. Los pies apoyados en el suelo – uno descalzo, el otro dentro de la pantufla - y el torso sobre del viejo colchón, cubierto a medias con la camisa que ya tenía puesta el día anterior.Lo miré incrédulo y dije “a la pinta... ¡te moriste! “, como si creyera que eso fuera imposible. Después lo toqué para acomodarlo. En partes estaba frío, tibio en otras. “Se sigue muriendo”, pensé.Cae la noche y estamos solos, el muerto en la cama y yo.Pero el miedo vino después, cuando al día siguiente volví a casa para retirar algo y me recibieron los escombros del tiempo guardados en pequeñas bolsas de basura llenas de las hojas y ramas secas que no pudo sacar a la calle porque las hojas secas, la suciedad y el viento norte lo superaron en tenacidad y fuerzas.Para entonces, el silencio ya estructuró el manto que lo reduce todo a una leve vibración indefinible dentro de esa ausencia sin calafateo por donde escapan breves suspiros, destellos de voces, murmullos agitados por la brisa suave del atardecer, como cuando el viento ensaya su tenue silbo de frescor tras la jornada calurosa. La habitación adquirió presencia como pared y techo para crear la extraña sensación de ser ella - esa argamasa antigua - la que sorbe y desgasta el esfuerzo del organismo aferrado a la vida. Echó una ojeada a su alrededor: la vieja mesa del comedor con el plato del almuerzo sin tocar, donde un pedazo de carne y una lechuga lucen marchitos. En desorden, las pocas sillas destartaladas que restan del juego de comedor familiar. La cama en un extremo y él ausente, sentado en uno de sus largueros. La oscuridad se coló por las rendijas con la brisa del viento este de la tarde y el aroma a jazmines impregnó la habitación.Por mucho tiempo, en las noches de luna llena, se encendía en el patio el jazminero, motivo a la vez de preocupación y orgullo para él. Pero ya no existe. Es sólo un reflejo del aliento de sombras que vuelven de un pasado perplejo donde las cosas y el tiempo poseían sentido y tenían valor.Es la hora que aprovecha la tarde para desperezarse en jirones que adhieren la penumbra a las paredes y se apodera de ellas para crear islotes de luz con lo que resta del sol que agoniza de a poco en otra noche.En un recurso extremo se obligó a permanecer sentado aunque el puño ya se le metió en el pecho y le impulsa a avanzar hacia la nube honda y vacilante que flota frente a él.Escucha palabras, frases aisladas que no pueden estar allí. Susurros muy antiguos. “Los recuerdos son como mariposas”, dice, “giran y giran en redondo sin ir a ningún lado”. El muerto, tendido en la cama, semeja un recuerdo perdido, un breve sin sentido en el contraste entre el sosiego de su presencia, el bullicio amortiguado de la calle y el parloteo que proviene de la casa de al lado, flotando todo en el aire estancado del patio.Abrí la puerta y prendí la luz, porque ya todo está a oscuras. Vi las sábanas arrugadas y en desorden. Sin saber cómo, me sumergí en un tormentoso océano de memorias que rompen desapacibles contra mi frente.Observo al muerto que parece burlarse de mi al mostrar la placidez extraña que siempre adquieren los rostros cuando termina de abandonarles la vida. Me senté a su lado y admiré la tranquila expresión de sus facciones y pudimos departir como viejos camaradas, como casi nunca fue posible mientras estaba vivo. Lo acomodé en la cama, prendí un cigarrillo de los que quedaban sobre la mesa y sin decidirme a nada comencé a fumar, pensando, imaginando, tratando de controlar los tumbos del corazón que parecía querer salirse del pecho. Los trámites siguieron a esa comunión inicial. Vino la gente, la funeraria, los parientes, el velorio, todo el ceremonial al que deben someterse los muertos antes de ser enterrados.Ya en el féretro, el muerto adquiere esa melancolía opaca que se apodera de uno tras terminar la lectura de un libro. En la casa cerrada, en cambio, persiste con intensidad, la fuerza de su presencia. Él está allí, en las paredes de la habitación, en las bolsas de la hojarasca, en la brisa de la hora, en las isletas de sol sobre el revoque de las paredes desteñidas y desconchadas, en la humedad de sus esquinas, en las vibraciones del silencio cruzado por murmullos, en la agitación de las ramas del jazmín.Hasta es posible aspirar su antiguo aroma y escuchar - como requiebros de tiempo - pisadas, risa de niños, el ladrido de la mascota juguetona, el trajinar de la siesta... El que todo siga igual, el llanto bajito y triste abismado en algún lugar y las voces fantasmas que recorren las piezas de la casa vacía, fueron la causa de mi miedo, ese miedo ubicuo que nace en la convergencia de olvidos y recuerdos, de hechos ocurridos e imaginados que me obligaron a permanecer en el patio, con una mano apoyada en el picaporte de la puerta que da a la pieza donde el muerto ya no puede estar, porque se lo enterró la tarde anterior.Sin embargo, al encontrarme una vez más solo, como cuando lo descubrí, tumbado en la cama con los pies apoyados en el suelo – uno descalzo, el otro dentro de la pantufla - y el torso sobre del viejo colchón, cubierto a medias con la camisa que ya tenía puesta el día anterior, se apoderó de mí ese escalofrío premonitorio, irracional, la caricia helada que impulsa a correr luego de lanzar un aullido de terror, la urgencia de hacer algo por destruir la telaraña insidiosa que cierra sin contemplaciones toda posibilidad a la huida. Me armé de valor y abrí la puerta. El muerto seguía allí.Lo miré con atención, con la desagradable sensación de estar en presencia de algo conocido, ante la repetición de la imagen de un sueño preservado en la retina con la memoria del despertar.El ave, grande y silenciosa, levantó vuelo y quedamos el muerto y yo, sin comprender el contrasentido de ese juego de espejos, el inclemente agolparse de la memoria que una vez más, me embriaga en su alocada procesión de reflejos y sonidos mientras el hálito helado sube y congela sin prisas el cuerpo muerto y el silencio estructura un manto de niebla que reduce todo a una leve vibración persistente dentro de esa ausencia sin calafateo que cubre la luz en tanto la pieza de mi casa observa desde sus paredes atónitas.Agobiado por tantas imágenes, me senté a su lado. Eso originó mi miedo cuando llegué de vuelta a casa y me detuve frente a la puerta de la habitación hasta armarme de valor. Entré. Al abrir la puerta y verlo, supe que estaba muerto. El ave, grande y silenciosa, envuelta en su soledad profunda, me recibió posada a un costado del cuerpo. Fue entonces, al desplegar sus alas, cuando comenzaron a fluir las imágenes y los recuerdos en la monótona cadencia reiterada de ir hasta el final para volver a comenzar de nuevo.